Columna de Álvaro Pezoa: Minimum minimorum
La seguridad de la vida, la libertad y la propiedad, ha sido la principal justificación que la filosofía política moderna ha esgrimido para fundamentar la existencia del Estado. A través de un pacto social, los individuos libres cederían el ejercicio de su poder a la sociedad política, con el objeto primordial de salvaguardar los bienes antes mencionados. El Estado tendría, entonces, como deber primero proteger la vida de los ciudadanos (Hobbes), requisito esencial para la salvaguardia de los demás bienes individuales, entre los que destacan la libertad y la propiedad (Locke). En caso de incumplir su obligación original, el Estado perdería su legitimidad -y razón de ser- y el poder retornaría a los individuos que se lo concedieron. Dicho de otro modo, mantener la seguridad de sus miembros constituye el minimum minimorum que debe satisfacer el Estado.
Si se acepta esta concepción del orden político, como de hecho lo hace la democracia liberal, la protección de la vida viene a ser el “desde” que cabe esperar del poder político. ¿Está el Estado de Chile -y su gobierno- satisfaciendo su deber esencial? Cada vez menos, a juzgar por los brutales hechos de sangre que enlutan, ya a diario, el acontecer nacional. Razón suficiente para que el Estado, por medio de la acción de sus tres poderes, el Ejecutivo a la cabeza, reaccione mostrando una mejora pronta y substantiva en el combate a la delincuencia (y el terrorismo). Según propone la teoría, en caso de no hacerlo, cabría que los ciudadanos reclamen esta potestad para sí mismos, revocando al Estado el monopolio del uso de la fuerza que una vez le entregaron.
Los sucesos que están acaeciendo en Ecuador, donde las bandas de narcotraficantes han llegado a desafiar la integridad del Estado nacional, sirven de aviso anticipado de aquello que, no muy lejanamente, puede llegar a ocurrir en el país. Permiten, también, completar la argumentación de estas líneas. Esto es, ilustrar que el fracaso de los poderes de Estado frente a la creciente violencia criminal puede conducir a la Nación, in extremis, a una reacción forzosa para salvar el orden social existente por medio de la aplicación de estados de excepción democrática que permitan el uso de toda la fuerza militar y policial disponible. O bien, que ante el fracaso de los poderes estatales, sean los propios ciudadanos quienes se vean impelidos -legítimamente- a protegerse con sus propias manos, transitando hacia una situación asimilable a una guerra civil de autodefensa.
Anticipando estos posibles escenarios, la responsabilidad que cabe a las autoridades que conducen el Estado es enorme al tiempo que crucial. Es de esperar que las simpatías con el uso de la violencia para fines políticos que algunas de ellas han mostrado durante sus trayectorias públicas no les oscurezca ahora el uso de la razón ni debilite el ejercicio de la voluntad.
Por Álvaro Pezoa, ingeniero comercial y doctor en Filosofía