Columna de Andrés Bórquez y Rodrigo del Río: Democracia de largo plazo

Foto: Mario Tellez.


Durante décadas, las democracias latinoamericanas aspiraron a sueños duraderos. El presidente Lázaro Cárdenas nacionalizó el petróleo en México en 1938, creando Petróleos Mexicanos, la empresa más grande de México. En 1956, el presidente brasileño Juscelino Kubitschek comenzó la construcción de Brasilia, una nueva ciudad capital para el país en un lugar donde antes solo había selva. Juan Domingo Perón decretó en 1949 el nacimiento de Aerolíneas Argentinas. Industrias, ciudades y grandes sistemas de transporte – infraestructuras que todavía siguen activas, todos sueños inmensos y concretos.

Chile no estuvo ausente de estas aspiraciones. Ferrocarriles del Estado (EFE), alguna vez la empresa más grande de Chile, y la Corporación Nacional del Cobre (CODELCO), la que hoy ostenta ese título, fueron formas tangibles del bienestar que el Estado democrático se comprometía con las chilenas y chilenos. Gobernar fue también gobernar el tiempo, es decir, trascender el ciclo electoral y crear obras perdurables y con un sentido de pertenencia para la población.

Nuestros sueños se han reducido a intervenciones limitadas o vuelto abstractos en reformas importantes que, sin embargo, no logran conectar con la ciudadanía. El ánimo de la población chilena hacia nuestra democracia se encuentra en su nivel más bajo desde su retorno. Una nueva versión de la encuesta “Imaginarios ciudadanos sobre la democracia en Chile” publicada el 2023 señala que la mayoría de la población (52%) se siente insatisfecha con la democracia, y que un 60% de los encuestados justifica el autoritarismo. Estos resultados coinciden con el descenso de Chile desde la categoría de “democracia plena” a la de “democracia defectuosa” en el índice de calidad de The Economist.

Tres elementos resumen los motivos de esta desafección: el sistema no responde a las fallas de los políticos durante la implementación de la política pública; la gente ha perdido la confianza en la capacidad de las instituciones democráticas en corregir abusos y proteger a los más desfavorecidos; y, finalmente, el sistema político está sumergido en ciclos electorales, enfocándose en el corto plazo. El tiempo nos gobierna, limitándonos a sueños reducidos por la duración de las elecciones.

Esta situación no es exclusiva de Chile, el Centro para el Futuro de la Democracia de la Universidad de Cambridge lleva varios años midiendo que América Latina es la región del planeta menos satisfecha con el funcionamiento de la democracia. Si bien esto no se traduce necesariamente en la pérdida de valores democráticos, sufre su funcionamiento, abriendo la puerta a populismos autoritarios como Bukele o Bolsonaro.

Aún nuestra democracia no está en un estado crítico. Sin embargo, es clave evitar su degradación. Es importante volver a pensar en una democracia a largo plazo. Los mecanismos son variados: pensar proyectos ambiciosos pero a escala regional como por ejemplo impulsar industrias emergentes (la creación de Centros de Biotecnología, Plataformas de Maricultura Sostenible, Coaliciones regionales de Astroturismo, etc.), ampliar la duración de cargos estratégicos para que la gobernanza de los proyectos de largo plazo se desprenda de los ciclos electorales, e incorporar nuevas metodologías en las mediciones de impacto de las políticas públicas, enfatizando las dimensiones ciudadanas como la calidad de vida. Así, acaso, sea posible darle oxígeno a nuestro sistema democrático para volver a soñar ciudades, industrias o el silbato irredento de un ferrocarril chileno.

Rodrigo del Río, Doctor en Lenguas Romance, Harvard University y Andrés Bórquez, Doctor en Políticas Internacionales, Fudan University, Académico Universidad de Chile.