Columna de Ascanio Cavallo: El imperio del enojo

No es lo mismo Michelle Bachelet que Carolina Tohá, pero ambas enfrentarían el mismo problema: cuál es el grado de distancia o cercanía que deben exhibir ante el primer gobierno del Frente Amplio, de modo de reducir el encono de la derecha y profundizar sus divisiones.
La gente cuyo historial de voto la situaría desde el centro hacia la derecha está enojada. Y una parte significativa de ella, muy enojada. Este estado de ánimo es la principal explicación para la mantención en las encuestas de José Antonio Kast y, más notoriamente, para el rapidísimo aumento de Johannes Kaiser. La suma de ambos ha logrado lo que parecía imposible hace menos de un año: poner en serio riesgo la posición de ventaja de Evelyn Matthei.
El cénit de ese enojo se produjo, posiblemente, con el proyecto de la Convención Constitucional, pero se ha focalizado desde entonces en el gobierno y en casi cualquiera de sus actuaciones. Una candidatura que sea percibida como continuidad tiene mal prospecto.
Una vez más, no se trata de un fenómeno únicamente local, sino de uno que afecta al conjunto de Occidente. Cada país tiene sus propios rasgos, por supuesto, pero en líneas generales se presenta como una reacción a las “nuevas izquierdas” emergidas después de la crisis financiera del 2008, en algunos casos con un fuerte perfil generacional y, en otros, con el de una reformulación ideológica apuntada a desplazar a la socialdemocracia.
En un furioso artículo publicado en el diario El Mundo el 10 de febrero, el escritor español Arturo Pérez-Reverte -figura cultural de la centroizquierda- ubica el cuajamiento de la derecha radical en el momento “en que la izquierda de nuevo cuño dejó de ocuparse de los trabajadores para abrazar e imponer, llevándola a extremos irracionales y ridículos (...), la peligrosa doctrina nacida en Harvard y la Universidad de Carolina”, con su inclinación a “penalizar la libertad individual en favor de la sumisión grupal (y) retorcer hasta la más grotesca exageración conceptos útiles, nobles y necesarios como izquierda, igualdad, paridad, feminismo, antifascismo”. Es lo que habrían hecho en España los líderes del agónico Podemos.
Pérez-Reverte hace notar que las grandes empresas estadounidenses que se subieron al carro movilizado por esa izquierda -Disney, MacDonald’s, Harley Davidson, Ford, Meta, Amazon- están retirando su dinero de campañas que antes apoyaron. Y, recordando lo que ya muy bien sabía Karl Marx, que la política es dialéctica, sostiene que el crecimiento de la derecha radical representa a gente cabreada y fatigada que quiere vengarse “contra todo aquello que semejantes cantamañanas les hicieron engullir durante 20 años”.
Argumentos del mismo orden se han dado para explicar las llamativas migraciones de políticos destacados, como Robert F. Kennedy Jr., que rompió una larga asociación familiar con el Partido Demócrata para ser hoy uno de los principales funcionarios de Trump, o la alemana Sahra Wagenknecht, que pasó de la ultraizquierda dentro de Die Linke a fundar un partido ultranacionalista que lleva su nombre (el domingo pasado se quedó fuera del Bundestag por un margen mínimo). O, más cerca, el caso de la Presidenta de Perú, Dina Boluarte, que pasó de compañera de fórmula del ultraizquierdista Pedro Castillo a aliada de los grupos más a la derecha en el Parlamento. Los académicos llaman a esto “diagonalismo”, para describir el tránsito de un extremo a otro, y es notorio que en los últimos años se produce con más frecuencia desde la izquierda hacia la derecha que a la inversa.
La derecha radical ha amenazado todas las elecciones europeas de la última década, aunque ha ganado pocas, y ahora, tras el triunfo de Javier Milei, empieza a tomar mayor cuerpo en América Latina. Milei basó su meteórico ascenso sobre la base del enojo de los argentinos con un cuarto de siglo de políticas del neoperonismo kirchnerista y también con la opción más moderada, pero fallida, que ha representado Mauricio Macri.
No cabe duda de que las elecciones de Trump y Milei y, en menor medida, Nayib Bukele, han dado nuevo aire a la derecha dura en la región, aunque su entusiasmo es una confirmación, no una inspiración. A la inversa, la situación de Venezuela ha alimentado por dos décadas la idea de que, una vez llegada al poder, la izquierda revolucionaria no está dispuesta a entregarlo, aunque ese caso no pueda asimilarse de ningún modo a las “nuevas izquierdas”, sino más bien a la izquierda ya antigua del castrismo.
El reclamo contra el Estado incompetente y derrochador, el rechazo a las migraciones, la inseguridad y el estancamiento económico son temas comunes y populares, que la derecha dura endosa, a veces con gran éxito, a gobiernos laxos, simpatizantes del constructivismo social y enemigos de los valores tradicionales.
Dado que esta es también la temperatura anímica de la derecha en Chile, no es muy arriesgado suponer que la campaña electoral que se extenderá desde marzo hasta noviembre será de alta intensidad. Naturalmente, el grado de polarización dependerá también de quién asuma finalmente la candidatura presidencial de la izquierda.
No es lo mismo Michelle Bachelet que Carolina Tohá, pero ambas enfrentarían el mismo problema: cuál es el grado de distancia o cercanía que deben exhibir ante el primer gobierno del Frente Amplio, de modo de reducir el encono de la derecha y profundizar sus divisiones. La derecha dura no sólo no reconoce ningún signo de moderación en el gobierno, sino que emplea ese juicio para denunciar la capitulación de la derecha tradicional. Su ataque a las “nuevas izquierdas” tiene un tinte más cultural que político, como ha comprendido mejor Kaiser que Kast. Y por eso aprovecha mejor el enojo imperante en su sector.
Comienzan nueve meses duros.
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