Columna de Ascanio Cavallo: Gracias

NICOLAS CATALDO
10 DICIEMBRE 2024 MINISTRO DE EDUCACION, NICOLAS CATALDO. FOTO: DEDVI MISSENE


El ministro de Educación ha admitido en estos días lo que todo el mundo sabe: que la brecha entre los colegios públicos y los particulares pagados no se ha reducido, medida en la prueba PAES o en cualquier otra prueba. En breve: a los colegios gratuitos les va pésimo; a los pagados, razonablemente bien. Y ahora les va pésimo a todos los colegios públicos, ni siquiera se salvan esos bolsones de excelencia que eran los “emblemáticos” (mala palabra, casi un insulto). La brecha no se ha reducido, digamos, desde la reforma educacional del 2016. ¿Por qué entonces perseverar en esa reforma regresiva? Los especímenes que persisten en sus errores en el reino animal reciben un nombre; los del reino de los cielos, otro.

Así decía la página del ministerio aquel año fundacional: “Hoy el país avanza decididamente a una mejor educación pública, desde la sala cuna a los estudios superiores”. El adverbio “decididamente” tenía un tufillo estalinista, pero nadie lo notó entonces. Ocho años después, está claro que eso no es así, y menos donde se juega la parte decisiva del proceso: la básica y la media. En ese período, miles de familias han tenido que entregar a sus hijos a colegios públicos que, si les dan alguna esperanza, es sólo la del azar. Otros tantos miles tendrán que subirse al mismo balancín en los años que vienen. ¿Por qué perseverar?

El ministro dijo, además, que el problema de la educación pública es “estructural”. Seguramente es cierto, aunque “estructural” también ha llegado a ser una palabra-eco, uno de esos términos que encubren una convicción en lugar de describir hechos. Y en esta época, cuando un alto funcionario dice que hay un problema “estructural”, lo que se oye es: “No haré nada”.

Un candidato a sucederlo, el exministro Raúl Figueroa, que fue un valiente gestor en el segundo gobierno de Piñera y ahora forma parte de los equipos de Evelyn Matthei, declaró, después de identificar algunos de los problemas suscitados por la reforma, que un gobierno de Chile Vamos no haría una “contrarreforma”. Algo parecido a un problema “estructural”. ¿Y por qué perseverar? Por esto: por nada.

El director de Acción Educar, Daniel Rodríguez, hizo ver que la mayor parte del debate de la reforma fue “extraviado”, se perdió en pendejadas. Por ejemplo, el tiempo dedicado a una verdadera fijación: la desmunicipalización. El traspaso de la administración de los colegios a los municipios transcurrió entre los años 1980 y 1985, cuando el régimen de Pinochet tenía por fetiche la descentralización. La desmunicipalización tiene por fetiche la centralización. ¿Y los niños? Bien, gracias.

Nadie puede considerarse muy inteligente por adorar a un fetiche o a otro. Pero en nombre del segundo -la centralización-, el ministerio ha venido creando, con más entusiasmo que eficiencia, los Servicios Locales de Educación Pública (SLEP), que dentro de unos años 1) serán un gran monstruo superpoblado, como ocurre con toda burocracia central; 2) darán empleo a centenares de amigos y vivirán cortos de financiamiento, y 3) serán duramente combatidos por su ineficacia, su burocracia, su inmovilismo y su costo, versus los malos resultados en la educación. Doble contra sencillo.

Rodríguez también opina que hay que dejarse de condonar el CAE, pero esa es una decisión imposible para el actual gobierno, todos sabemos por qué.

En lo que se refiere a educación pública, la reforma entera es inercia pura, primera ley de Newton. Los resultados empeoran, los niños siguen cayendo en el vertedero, las consignas se revelan huecas. Alguien dijo por ahí que es positivo que el Instituto Nacional no acapare los buenos puntajes en la PAES, porque significa que algunos buenos alumnos se fueron a otros colegios. ¿Qué clase de razonamiento es este? Es obvio que hay buenos alumnos fuera del Instituto y de otros de los colegios “emblemáticos”. Siempre fue así. Decirlo de esa manera sugiere -aparte del descubrimiento- que tener buenos alumnos es una especie de maldición social, lo que es como un repique de ese oscuro resentimiento que atraviesa toda la reforma, ese rencor contra la calidad y el esfuerzo. A veces las sociedades razonan desde la caverna.

En una línea similar, la propia rectora del Instituto Nacional ha dicho que lo que le interesa al colegio es la inclusión. ¿A qué colegio creerá que ha llegado? El mérito histórico del Instituto no es tener 211 años, sino haber logrado ser inclusivo y pluriclasista, condiciones que ha venido perdiendo año por año. Dijo la rectora que sabía que antes (de la reforma) los estudiantes llegaban con promedios cercanos al 7. ¿Se habrá preguntado por qué, habrá visto el otro lado de su maldición? La respuesta es simple: esos niños traían esas notas después de siete u ocho años de educación. No venían del jardín ni de primero, sino de otros colegios. De allí nacía su carácter inclusivo, de venir de cualquier parte, no del conmovedor eslogan de la buena señora, que parece convencida de que la inclusión consiste en aceptar según criterios que podrían ser el color de las zapatillas o el talento para bailar. Siempre y cuando, claro, logre llenar la matrícula. Porque si no es así, debe hacerse preguntas algo más duras.

El naufragio de la educación pública es visible, reconocido y perdurable. Pero no figura entre las primeras prioridades de la gente. Claro, están los asesinatos, la inflación, la parálisis de la economía, Monsalve, los impuestos, mil problemas más. La sociedad desatenta se hace cómplice de lo que pasará en el futuro con la producción en serie de estudiantes mal educados, carenciados y sin patines sobre el hielo quebradizo de la supervivencia.

¿Los niños? Bien, gracias.

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