Columna de Ascanio Cavallo: Ha llegado Trump
Y bien: Donald Trump ya está en la Casa Blanca. El mundo ha cambiado otra vez. No es el mismo desde el 20 de enero. Esto le disgusta a cierta izquierda, que preferiría que Estados Unidos no tuviese tanto peso en el mundo o, de ser posible, que no existiese. Pero no es así y allí está Trump, con uno de los mejores resultados electorales de las últimas décadas y con un programa que se parece poco al de su primer gobierno, e incluso al que sugería antes de que comenzara a imponerse sobre Kamala Harris.
Este nuevo cambio pretende poner fin a ese giro del planeta iniciado alrededor del 2014, que dio paso a 10 años sombríos, depresivos y violentos, desde la invasión de Crimea hasta las guerras en Ucrania y el Medio Oriente, pasando por la pandemia y el retorno de la inflación. Si el America first de su primer gobierno implicaba aislacionismo y proteccionismo, Make America Great Again significa otra cosa: protagonismo y omnipresencia. La política exterior se vuelve central.
El programa renovado de Trump insinúa un regreso a un imperialismo policial, una fuerza que reordene al mundo, después del debilitamiento del orden liberal y el multilateralismo, a los que atribuye el desorden global. La pulsión imperialista no es nada nuevo en Estados Unidos, sólo que esta vez la han precedido el imperialismo militarista de Putin, el imperialismo de las infraestructuras de China y el imperialismo religioso de Irán. Si necesitara justificaciones para su política, hace mucho tiempo que nadie las tenía tan a mano como Trump.
Hay una racionalidad oculta en el estilo de Trump. Es la que se conoce como “teoría del loco”, que instala una amenaza con solo pararse en el escenario, sobre la base de que sus conductas son “impredecibles” y dependen de su estado de ánimo. Un artículo de The Washington Post ha sostenido en días pasados que la “teoría del loco” forzó a Israel y Hamás a la tregua actual: los líderes de ambas partes habrían temido a una acción devastadora de Estados Unidos para forzar la paz.
El jueves, en Davos, Trump llamó a Arabia Saudita y la OPEP a bajar de inmediato el precio del petróleo, una medida que, dijo, llevaría rápidamente al fin de la guerra en Ucrania. Trump sabe que reduciendo una de las últimas fuentes de ingresos de Rusia, aprieta un dedo más en la garganta de Putin. Otra cosa es la negociación que requeriría después para justificar medio millón de muertos, la destrucción de las ciudades ucranianas y la cuasiquiebra de la economía rusa. ¿Todo esto para que Rusia se quede al fin con una franja ucraniana que en cierto modo ya controlaba? Arduo: muchos analistas creen que Putin no se detendrá en su esfuerzo expansionista. Trump no parece concordar.
¿Y Europa? Poco o nada: está bajo la amenaza de la irrelevancia. En el plan de Trump, sólo aportaría 200.000 soldados para instalar una fuerza de paz en el Mar Negro, una vez que Putin acepte detener su agresión a Ucrania. De momento, la excepción es Italia, cuya primera ministra, Giorgia Melloni, es una aliada firme del equipo de Trump. Sorpresivamente, Italia, por años relegada a un papel secundario en comparación con Francia-Alemania (y antes, el Reino Unido), pasa a convertirse en el puente principal de la alianza atlántica, mientras el eje de conflicto se desplaza desde el sur de Europa hacia el Báltico. Melloni será la pieza clave en la política de aceptación de nuevos miembros del este en la UE, en el diseño de una nueva política para el Mediterráneo y en la redefinición de la relación con el norte de África y los flujos migratorios. Un protagonismo súbito e impresionante.
Trump se propone introducir otra novedad sustantiva en el nuevo orden mundial: el uso de las grandes tecnológicas como parte del poder político de Estados Unidos. En Davos también comunicó su rechazo a las regulaciones de estos monopolios -otro frenazo a la Unión Europea- y ya es bastante claro que su declaración de “emergencia energética” no tiene que ver con los combustibles, sino que con una reorganización del sector para abastecer de energía y agua a los grandes centros de datos que sostendrán la expansión de la inteligencia artificial. En esto ha terminado el sueño de la contracultura californiana que creó la explosión digital; en esto ha terminado el relato (en buena medida, ficticio) de Alessandro Baricco sobre la rebeldía romántica de Silicon Valley.
El foco principal de Trump no está, en todo caso, ni en Rusia ni en el Medio Oriente, sino en China. Lo que busca es poner fin -o al menos freno- a esa estrategia de crecimiento con bajos salarios, mercado interno gigante, estado policial y autocracia ideológica. Todas las democracias del mundo se enfrentan hace ya muchos años a la dolorosa contradicción de aceptar un régimen tiránico, callar sobre los derechos humanos y acceder con ese silencio a un mercado imprescindible. Xi Jingpin será un poco menos tenebroso que Mao, pero conserva lo esencial de ese estado impuesto hace más de 70 años. La dirigencia china sabe que la estrechez de recursos en los países en desarrollo es una calle para entrar en proyectos vitales, como las grandes infraestructuras. Trump quiere subir el precio de esos recursos hasta hacerlo intolerable. Ese es el único sentido de su intempestiva amenaza sobre el Canal de Panamá, dos de cuyos cinco puertos son ahora chinos. Es una advertencia que cae como un yunque sobre el resto de América Latina (ojo, Perú).
¿Venezuela, Cuba, Nicaragua? No lo pasarán bien. Pero no son protagonistas de esta etapa. Tampoco Brasil. Sí puede serlo la Argentina de Milei. En el resto de la región, igual que en todo el globo, los ministerios de Relaciones Exteriores tendrán que estudiar, con la frialdad que consigan, qué tipo de nuevas oportunidades se empiezan a abrir y cómo insertan a sus países en el nuevo orden. Nada sencillo.
Ha llegado Trump.
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