Columna de Ascanio Cavallo: Habiendo durado mucho el mal...
Si los diputados que actúan como independientes se reunieran en un solo bloque permanente, formarían el grupo más numeroso de la Cámara Baja: entre 27 y 30, mucho más que los 23 de la UDI (el partido más numeroso) y más del doble que cualquiera de los partidos oficialistas. Entre ellos se cuentan los independientes de origen, los independientes cobijados en algún pacto y los que son representantes únicos de sus partidos, bancadas unipersonales que sólo obedecen a sus partidos si son muy disciplinados, lo que, por cierto, no es el caso.
En esta Cámara están “representados” hoy 22 partidos. Si los 155 cupos se repartieran en promedio, cada uno tendría un máximo de siete diputados. Pero los cinco más grandes (la UDI, 23; RN, 22; Republicanos, 13; PS, 13; PC, 12) reúnen poco más del 50% de los votos y pertenecen a cuatro coaliciones distintas (Chile Vamos, Republicanos, Socialismo Democrático y Apruebo Dignidad).
El oficialismo tiene 67 escaños leales, mientras que la oposición reúne a 78 no tan leales, y hay otros 10 que pueden estar disponibles según la discusión de que se trate. Así se configura una especie de paradoja lógica: el gobierno está en minoría en la Cámara, pero la oposición no tiene mayoría asegurada.
¿Cómo se ha llegado a este absurdo? La base fue la reforma del 2015, cuando se puso fin al sistema binominal, absurdamente demonizado como si fuese un bacilo de Pinochet (que nunca tuvo Parlamento alguno), y se dio paso a un sistema proporcional corregido (esta expresión se suele usar sin precisar cuál es la corrección), que, junto con aumentar el número de parlamentarios, creó numerosos incentivos para que cada uno de ellos se sienta propietario exclusivo de su asiento, sin ningún deber de lealtad con nadie. En ese paso se debilitó el control de los partidos y se terminaron de consolidar otras anomalías, como la administración individual de las asignaciones monetarias que fueron pensadas para las bancadas.
Los dos proyectos constitucionales derrotados trataron de meter mano al sistema político. El de la Convención Constitucional de 2022, transformando a la Cámara en una asamblea con poderes desmesurados (y minimizando al Senado), y el del Consejo Constitucional, reduciendo el número de diputados y estableciendo algunas reglas de disciplina. No se podía esperar mucho más de dos organismos hegemonizados por fuerzas contrarias a los partidos o, cuando menos, nacidas de rebeliones en contra de ellos.
El Congreso tendría que tomar nota de la incomodidad que trataron de interpretar estos proyectos, además del deprimente prestigio que muestran las encuestas. En las condiciones actuales, la Cámara es el principal factor de ingobernabilidad. El gobierno no consigue sacar adelante sus proyectos, pero la oposición tampoco consigue avanzar en sus posiciones, sin ni siquiera considerar que toda oposición racional debe imaginar que será gobierno mañana. Es un gran motivo para contribuir a remover los obstáculos estructurales que se presentan en el Congreso como reflejo de que no existe una hegemonía estable en el país.
La Cámara es un caso ya extremo, pero el Senado sólo lo hace apenas mejor, aunque su antigua respetabilidad le confiera otros atributos más nobles. En la Cámara Alta hay cuatro senadores sin militancia (de 50), que suben a siete si se cuentan las bancadas unipersonales.
En el Senado actúan 11 partidos para 50 cupos. O sea que si los cupos se repartieran equitativamente, cada uno tendría unos cuatro asientos. Los más grandes -RN, 11; la UDI, nueve; el PS, siete, el PPD, seis- constituyen el 66% y representan únicamente a dos coaliciones, Chile Vamos y el Socialismo Democrático. Del total, 18 escaños son fieles al oficialismo y 27 más o menos fieles a la oposición. En breve: se repite la situación de la Cámara, donde nadie es ni mucho ni tan poco.
Y entonces, ¿no expresa esto un imperativo de negociar? En teoría, sí. Pero desde hace ya varios años, el Congreso es más bien el campo privilegiado de la polarización. Los últimos dos gobiernos han consumido parte de sus períodos convocando al diálogo y la negociación. Se trata de llamados retóricos, porque una auténtica invitación debe ser acompañada de la disposición a ceder, no con pequeños ajustes que suelen parecer triquiñuelas, sino en aspectos sustantivos. Y, nuevamente, no es el caso.
Sería un despropósito culpar sólo al Congreso del estancamiento político. La sociedad chilena lleva más de 60 años en un estado de división del que no saldrá por un golpe de magia. Pudo hacerlo por unos años, pero cada nueva generación cree traer soluciones nuevas, pergeñadas en las aulas con el soplo de profesores profetas. Ojalá fuera así. Pero no lo es, y los factores que convergen para mantener la situación actual son casi innumerables. Y, sin embargo, no hubo nadie, en las campañas electorales pasadas, que llamara a establecer un acuerdo para reformar el sistema político, al margen de los resultados. Nadie quiso correr ese riesgo. Nadie tuvo el coraje.
Después del plebiscito reciente, la única posibilidad de modificar el sistema político reside en el mismo Congreso, cuyos miembros no creen que los ciudadanos los vayan a castigar en las próximas elecciones, porque las elecciones son momentos de niebla. Por eso, nadie cree que lo vayan a hacer. Sería una enorme sorpresa, y posiblemente el camino de recuperación de algo de la credibilidad perdida, que algunos parlamentarios valientes se atrevieran a dar algún paso en esta dirección. Dijo el incurable don Quijote: “Sábete, Sancho…, que no es posible que el mal y el bien sean durables, y de aquí se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien esté ya cerca”.
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