Columna de Ascanio Cavallo: La desmovilización asimétrica

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El resultado del plebiscito del 4 de septiembre estableció, por ahora, una sola cosa: la izquierda “nueva”, “revolucionaria” o “identitaria”, representada por todo lo que vaya desde el Frente Amplio hasta la última punta, no concita la mayoría del país. Lo que a todos esos grupos les parecía natural y obvio, no lo era. La ilusión de ser la voz del pueblo era sólo eso: una ilusión. Será tarea difícil averiguar por qué; tampoco eso es obvio.

Esa izquierda está consciente de que el resultado no habría sido el mismo con el voto voluntario, bajo cuyo manto venía creciendo (o creyendo que crecía) con tanta confianza. En el voto obligatorio apareció, abruptamente, otro país, al que muchos de sus militantes preferirían despreciar. Notoriamente, es el caso de una gran parte de los exconvencionales que, además de acusar a los monstruos nocturnos de siempre, están convencidos de que los chilenos le dieron la espalda a una obra maestra constitucional. El esfuerzo de esas personas por seguir en la primera línea de la política -por ejemplo, con nuevos contratos en el gobierno- es un indicio que necesita ser debidamente sopesado.

No parece demasiado difícil que en el Congreso se alcancen las mayorías para acordar a) las bases que no deben ser transgredidas; b) el mecanismo para instalar un nuevo ente constituyente, y c) el sistema de elecciones para todo ese proceso.

Sin embargo, las tres cosas enfrentarán un intenso esfuerzo de deslegitimación, procedente de los sectores derrotados en la Convención. Desde que el nuevo proceso tendrá que excluir algunos de los temas que Convención introdujo con más pasión, parece lógico que intenten sentar la idea de que está en curso un arreglín antidemocrático. ¿Cómo? Algunos están en el mismo Congreso, posición ideal para tener todo el juego disponible: participar, marginarse, interferir, denunciar, y así por delante. Otros están fuera y no es improbable que quieran apelar a los “batallones suburbiales”, a los que “se acude siempre que hay que romper con los diques de la ley”, como escribió Stefan Zweig sobre la Revolución Francesa. ¿Querrán probarse en el aniversario del 18-O o estimarán que aún es demasiado temprano?

El Congreso tiene hoy la soberanía del debate, como se lo hizo ver al gobierno, pero no es propietario de su resultado, por lo menos hasta que no sea refrendado por una mayoría convincente. El 62% derrotó un proyecto, pero no es otro proyecto; tampoco tiene domicilio político conocido. Es un misterio político y sociológico. Diríase que es un terreno abonado para la emergencia de un liderazgo populista. El problema es que una parte del populismo ya está en el poder.

El populismo no es una ideología, sino un método para alcanzar el poder. Por eso puede ser de izquierda igualmente que de derecha. Es un método que utiliza instrumentos ya familiares: una forma agresiva de simplificar la realidad, histórica y presente, con metáforas e imágenes gruesas; una glorificación de la incompetencia, o al menos de la falta de pulcritud profesional; una aplicación reiterada de códigos lingüísticos neomoralistas, esto es, que apuntan a sustituir cualquier moral general por una moral menos exigente, más identitaria, llena de excepciones.

En estas herramientas se igualan populismos contrapuestos, como lo muestra con claridad el caso de Europa. Hoy, el ascenso del populismo de derecha responde con sus mismos instrumentos a la anterior ola de populismo de izquierda, a manos del catalanismo, Cinque Stelle, Podemos y otros. El cuadro global sugiere que la lucha ideológica que fue propia del siglo XX se presenta en el XXI como una lucha por el dominio de los instrumentos de persuasión rápida. Los programas importan menos que la velocidad de su éxito, las ideas se jibarizan al tamaño de un eslogan.

En todo el mundo, desde Trump hasta Maduro, desde Fratelli d’Italia hasta Podemos, una condición de victoria ha sido la llamada “desmovilización asimétrica”, que consiste en promover la indiferencia de los adversarios mientras se mantiene movilizados a los partidarios. Esto fue lo que pasó en el Brexit, lo que se intentó en Cataluña y lo que hizo Hugo Chávez en Venezuela. A la escala megalómana que le es propia, es lo que quiso hacer Putin para dar base moral a su ofensiva sobre Ucrania, donde se encontró con otra figura populista, Zelenski, que ahora amenaza nada menos que su identidad como líder. ¿Quién es de derecha y quién de izquierda entre ambos?

En cierto modo, también es lo que pasó en Chile con la elección de los convencionales, cuando dejaron de votar 2,4 millones de electores “antiguos” y entró 1,1 millón de votantes “nuevos”. En el plebiscito del 2020 ya se había producido una transferencia parecida, pero en la elección de convencionales el abandono (o la indiferencia) de un sector de la población generó una diferencia neta de 3,5 millones de votos en favor de quienes sí deseaban ganar posiciones en la Convención. En esa elección no participó más que un 45,3% del padrón, 6,4 millones de electores, con lo que la distorsión alcanzó a más de la mitad de los votantes. La “desmovilización asimétrica” alejó a los partidos y dio paso a unas listas de independientes que no eran tales, cuyo peso en la Convención resultó decisivo. Nadie vio el espejismo que eso significaba.

Y pocos advierten ahora que el voto obligatorio, como ya ocurrió en el pasado, también se desgasta. Una sucesión de torneos electorales en apariencia interminables produciría un efecto similar al del voto voluntario: erosión de la voluntad de votar. Para algunos esta puede ser también una táctica política.

El principal antídoto a las erupciones populistas son los partidos, y eso es ponerlo difícil cuando los partidos sufren el descrédito actual. Parece lógico, sin embargo, que no remontarán ese deterioro fragmentándose y volviéndose a fragmentar. Nadie puede ser atraído por grupos cuyo mensaje implícito es: “Vamos hacia la nada”.

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