Columna de Ascanio Cavallo: Un golpe de destino

Piñera y Mañalich
Foto: AgenciaUno


Para decirlo de una vez: la crisis del Covid-19 sigue una lógica totalmente inversa a las del 18-O, el “movimiento social”, la “rebelión” o como se les quiera llamar. Ninguna fuerza política ni policial había logrado desalojar las calles de las ciudades, ni contener las convocatorias diarias a manifestaciones. El Covid-19 va al revés: vuelve las manifestaciones insalubres.

También va en la dirección contraria de otra práctica que venía tomando, más que fuerza, costumbre: el asambleísmo, una forma de política que copaba todos los espacios de posible debate, desde los centros de alumnos hasta el propio Parlamento. Los votos contrarios al sufragio remoto en el Congreso son expresivos de ese abrupto cambio de condiciones: parece ser que la presión del colectivo estaba desempeñando un papel más fuerte que la decisión individual. Otro tipo de virus.

Por último, va en contra de la tendencia, muy agudizada desde el 18-O, de desoír o contrariar las decisiones del estado, no ya por parte de la oposición, sino incluso de órganos intermedios con escasa capacidad para evaluar situaciones de emergencia. Las decisiones de algunos sindicatos de parar faenas por cuenta propia, así como el protagonismo impetuoso de ciertos alcaldes, parecen haber sido los últimos gestos en esta menguante dirección.

La “distancia social” como medida profiláctica es un tiro directo contra el espíritu comunitario detrás del cual se cobijan siempre tanta buenas como malas voluntades. Unas, para fomentar la cooperación. Otras, para llevar agua hacia sus propios molinos. En cualquiera de esas dos variantes, también se ha puesto distancia forzada de la polarización hacia la que inevitablemente conducía el plebiscito de abril, ya postergado con el benévolo supuesto de que en octubre se habrá controlado la pandemia.

A una escala más global, se ha comenzado a hacer evidente que la lucha contra el Covid-19 puede entrañar también un insidioso y profundo ataque contra la democracia. El gobierno tiránico de China empieza a proclamar como un éxito modélico su despliegue de ásperas formas de control social, militarización del país y encierro forzado de grandes poblaciones. Después de proclamar su victoria sobre el virus y asegurar con temeridad que no tendrá rebrotes, ha pasado a una segunda fase: ofrecer su ayuda masiva, y de paso su modelo, a Africa, al Medio Oriente, a la angustiada Europa, incluso a Estados Unidos. El presidente de Serbia ya insinuó cuál podría ser el efecto de esta campaña, al declarar que Europa es sólo “un cuento de hadas” y que el único país que puede ayudar es China.

Aun por defecto, la situación de China alienta a los gobernantes autoritarios, pero también a todos los grupos políticos que viven convencidos de que las sociedades modernas sólo pueden ser conducidas con mano de hierro.

No es ficción imaginar los daños que sufrirán los gobiernos de Italia, España o Francia después de que la emergencia se haya estabilizado. En sus casos, probablemente la suerte ya está echada. En otros, como el Reino Unido, México o Brasil, todo depende de las arriesgadas apuestas de sus gobiernos. De cualquier modo, en todos ellos la política necesitará apretar los dientes y aceptar acuerdos amplios para tratar de recuperar algo del daño inmenso que está sufriendo la economía, con su secuela de desempleo y pobreza.

Chile no es todavía un caso de nada. Pero el ineluctable destino le ha cambiado otra vez el tablero al gobierno de Sebastián Piñera. Su programa se desbarató hace tiempo, pero ahora se han arruinado los de sus adversarios. El Covid-19 no sólo ha venido a contrariar toda la lógica con que se desarrollaba el rechazo a su gobierno, incluyendo las desubicadas exigencias de renuncia, sino que cada día que pasa tenderá a concentrar más las decisiones en las únicas fuentes de mando en condiciones de emergencia sanitaria, el estado, las fuerzas militares y el personal de salud. El virus le ha proporcionado un antídoto contra la honda enfermedad que estaba padeciendo.

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