Columna de Ascanio Cavallo: Venezuela, Venezuela

REUTERS/Leonardo Fernandez Viloria.


Las elecciones de hoy en Venezuela son un parteaguas en todo el continente. Nadie se puede sentir lejano. Los siete millones de venezolanos que huyeron de su país han pasado a formar parte del patrimonio de toda la región; son nuevos ciudadanos en muchas partes, en grandes urbes y en pequeños pueblos, y están formando nuevos hogares lejos de los suyos.

Es útil recordar que estos comicios nacen de un acuerdo firmado entre el régimen de Nicolás Maduro y representantes de la oposición en octubre del 2023, en Barbados, con el acompañamiento de siete países. Siete días después de la firma, el régimen descalificó las primarias realizadas por los opositores. En enero, confirmó la proscripción de la triunfadora, María Corina Machado, y ordenó el arresto de varios dirigentes de su entorno.

En marzo, el oficialismo dio por “superado” el acuerdo de Barbados firmando uno nuevo, esta vez con grupos afines al gobierno. En mayo, revocó la invitación a la Unión Europea para que enviase una misión de observadores. Esas decisiones fueron adoptadas por diversas partes del aparato estatal, todas controladas por el madurismo.

El hecho macizo es que en siete meses el régimen ya había despedazado los acuerdos orientados a promover “los derechos políticos y las garantías electorales para todos”. De ahí el escepticismo de la comunidad internacional respecto de lo que ocurrirá hoy. Se trata de una elección por debajo de los mínimos estándares democráticos.

Si los más de cuatro millones de adultos exiliados de Venezuela, que formarían más de un 20% del padrón, pudiesen votar, no cabe ninguna duda de cuál sería el resultado. Pero el régimen también previó esto y creó tantas trabas para inscribirse en el exterior, que sólo podrán votar menos de 70 mil. Quedan los casi 17 millones de ciudadanos del interior.

Todos los estudios de opinión dan el triunfo a Edmundo González, un apacible exdiplomático que se ha convertido en un balazo electoral. Tendrá que sobreponerse a ciertos rasgos circenses del sistema: en el voto impreso aparece 13 veces la cara de Maduro, y hay un candidato de paja que figura a nombre de dos partidos que se llaman igual que los tradicionales, Copei y AD.

La ventaja de la oposición -unida por primera vez- parece tan sólida, que las principales preocupaciones de la comunidad internacional han pasado a ser otras dos: primero, el larguísimo período (casi seis meses) que media entre las elecciones y la asunción del ganador, tan extenso que hace posible imaginar muchas maneras de no llegar al momento aciago (hasta una guerra, como la que se ha preanunciado en el Esequibo), y luego, el tipo de garantías que la actual oposición tendría que ofrecer al madurismo para hacer posible una transición pacífica.

En lo primero, poco se puede hacer, salvo formular las advertencias del caso y subir al máximo el costo de una disrupción del proceso.

Lo segundo es más delicado. Todas las transiciones requieren reducir los temores del régimen saliente. Pero también necesitan dar señales de ruptura, de hecho y de derecho. La graduación entre ambas cosas es muy delicada. En mayo pasado, un hombre de 71 años disparó cuatro veces contra el prorruso primer ministro de Eslovaquia, Robert Fico, al que se atribuye el truculento asesinato de un periodista y su novia durante su primer mandato. Diversos analistas concuerdan en que el ataque a Fico fue una respuesta a su impunidad en ese caso. Y lo mismo dicen algunos del atentado contra Donald Trump, producido luego de que las cortes lo liberaran de todos los cargos por la instigación del cuasi-golpe de Estado del 2020.

Maduro, como Chávez, ha sido educado por el modelo de Fidel Castro (o de Franco, o de Stalin, si se prefiere): no dejar el poder hasta el último aliento. Culpar a los gobiernos extranjeros, la prensa, el capital, el repertorio conocido. Denunciar conspiraciones, acumular peligros.

Cuesta imaginarlo negociando una salida pacífica con aquellos a quienes ha encarcelado, perseguido, expulsado, amenazado e insultado por los 11 años en que ha estado en el poder. Maduro carece de las dotes de encantador y manipulador que tenía Chávez, por lo que tampoco cabe imaginarlo maniobrando, por ejemplo, para retirarse momentáneamente y regresar triunfante. Tampoco está rodeado de gobiernos que lo protejan: hasta Lula, que hace algún tiempo puso en duda las “narrativas” sobre Venezuela, ha tenido que reprenderlo por su incontinencia barbárica.

De manera que su derrota sería también una derrota existencial, y lo sería todavía más para la pandilla que lo circunda, que siempre va más lejos que él, como sólo lo hacen los empleados que adulan al jefe… o los que se sienten más fuertes que él. ¿Pueden ser ellos también sujetos de garantías? ¿Y hasta qué punto?

Y entonces, ¿por qué está elección será un parteaguas? Sobre todo, porque somete a una dura prueba a la izquierda latinoamericana. ¿Qué hace? ¿Cómo les asegura a sus pueblos que no se comportará igual si llega al poder? ¿Cómo apela a la democracia teniendo en el comedor a este modelito? ¿Solidariza con un fraude, contribuye a culpar a los demás, se pone escéptica, comprensiva, distante, indignada, indiferente?

Venezuela integra hace rato el trío de las dictaduras de izquierda, con Cuba y Nicaragua, pero siempre ha tenido el beneficio de cierta buena voluntad con su historia. Como quien dice: ya saldrá, ya lo ha hecho antes. La diferencia, ahora, es que se trata de un país destruido, uno de los más ricos de Sudamérica que fue trasformado en pocos años en uno de los más pobres. ¿Iniciará hoy un nuevo rumbo?

Ay, Venezuela.

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