Columna de Camilo Feres: Piñera, de la demonización a la canonización
De villano a héroe; de demonio a santo, las historias que nos contamos oscilan cual universo Marvel porque sin ello no hay clics, no hay rating, no hay, como diría Castells, infotainment.
Sebastián Piñera no fue un dictador inhumano que le declaró la guerra a su pueblo, como solían decir sus más enconados detractores, ni tampoco fue un estadista excepcional cercano a la santidad, como sugiere la retórica de cuasi canonización que le está dedicado buena parte de la prensa y la clase política hoy.
Dado que existe cierto consenso en cuanto a que una de las heridas profundas de nuestra democracia estriba en la imposibilidad de propiciar y mantener un clima político de moderación -que habilite acuerdos amplios- vale la pena preguntarnos por qué, incluso ante la muerte, necesitamos contar la historia desde los polos.
No es que el expresidente Piñera no merezca las muestras de afecto, el reconocimiento póstumo a sus mejores virtudes públicas, ni las palabras de condolencia republicana que le han dedicado dentro y fuera de Chile. Por el contrario, la pregunta es por qué esas cualidades tuvieron que esperar su trágica muerte para convertirse en discurso o siquiera para matizar los juicios que se hacían del exmandatario.
Y aunque la pregunta tiene múltiples niveles para buscar respuesta, es muy probable que, en la connivencia entre el lenguaje televisivo, la dinámica polar y adversarial de las redes sociales y la forma en que estos elementos configuran la competencia política se encuentre buena parte de la respuesta.
Es cierto que el caso de Piñera es extremo, por las circunstancias en las que se produce este balance, pero su condición no dista mucho de la de otros presidentes, como Ricardo Lagos, que debió esperar el anuncio de su retiro definitivo de la vida pública para ver algo de conmiseración en el juicio político a su figura. O lo que le ocurre a Boric, cuyos giros y reconocimientos suelen caer en saco roto… Quizás hasta cuándo.
De villano a héroe; de demonio a santo, las historias que nos contamos oscilan cual universo Marvel porque sin ello no hay clics, no hay rating, no hay, como diría Castells, infotainment.
Este fenómeno no es aislado y está lejos de ser inocuo. Sebastián Piñera ya era un demócrata, como lo calificó Bachelet tras su deceso, cuando invitó a todos los sectores políticos a conmemorar los 40 años del golpe con un “nunca más”, tras hablar de los “cómplices pasivos”, pero, en ese momento, buena parte de su hoy guardia de honor le dedicó furiosas críticas (privadas y públicas) mientras que la entonces oposición (incluida la expresidenta) se restó de la conmemoración amplia y prefirió mantener bien claro el Rubicón.
Si en ese entonces algo de esos juicios sobre su “legado de diálogo democrático” (Lagos), o su condición de “demócrata desde la primera hora” (Boric) hubiera sido puesto en la juguera, probablemente la conmemoración de los 50 años del golpe nos habría pillado con un mayor avance de acuerdo civilizatorio al respecto.
Pero la verdad es que estas palabras de buena crianza son más bien la excepción y no la regla. Y muchas de ellas suenan hoy -todo hay que decirlo- un poco falsas y pasadas de rosca. Constatamos así que nuestra clase política solo depone los cuchillos cuando está profundamente amenazada en su conjunto (como en el estallido) o cuando el aludido -sea por decisión o por destino-, ya no puede amenazarlos.
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