Columna de Carlos Meléndez: ¿Cómo se dividen las naciones?

Evandro Teixeira


La política también puede ser esa práctica especializada en unir colectividades y dividir naciones. Ya sea a través de partidos, coaliciones, o movimientos, determinadas personalidades convocan a sus audiencias en torno a ideas a defender, intimidadas por amenazas reales, exageradas, o ficticias. La tolerancia y el pluralismo pasan a un segundo plano, porque la política se reconduce hacia una actividad defensiva, antes que propositiva, especialmente cuando la polarización (ideológica, afectiva) se impone.

Dividir o unir se convierte en un dilema. Para fraccionar se requiere hacerse notorio en la confrontación, cohesionando así a quienes portan una identidad determinada, percibida en riesgo. O, en todo caso, opuesta a otra, concebida como intolerable, basada en posiciones erradas, moralmente insultante. Para aglutinar es necesario hallar un mínimo común que trascienda la actitud tribal descrita anteriormente. Se trata de encontrar incentivos lo suficientemente atractivos como para abandonar las trincheras y construir una comunidad imaginada basada en la colaboración intergrupal.

Hay momentos ineludibles en la historia de las naciones, hechos y aniversarios que obligan a plantearnos el dilema de dividir o unir. La conmemoración de los 50 años del Golpe militar en contra del gobierno elegido democráticamente de Salvador Allende, es un caso emblemático. Como extranjero, siempre me ha llamado la atención el alto nivel de politización de la memoria en Chile (y otros países del Cono Sur, en comparación con Perú, por ejemplo), por cada bando en disputa. Las justificaciones pinochetistas y la idealización allendista forman parte de esta práctica activa divisionista que se arrastra por décadas. En contextos de procesos constituyentes fallidos, de post estallidos sociales, de disputas polarizadoras, parece ingenuo plantear la pregunta de si es posible un 11 de septiembre menos confrontativo, más allá de la retórica.

No planteo la cuestión en aras de reflexionar sobre una utópica reconciliación, sino en advertir un mecanismo de defensa para los bandos en cuestión, enfrentados a una división mayor: los politizados versus quienes “no están ni ahí”. Los sectores más politizados, en general, y envueltos en el debate público sobre la memoria del Golpe del 1973, en particular, solo representan una proporción menor de la sociedad chilena. Dicha confrontación hace sentido para las élites y para los más informados en asuntos públicos, pero no para el resto mayoritario de la población. De hecho, un estudio realizado por Criteria arrojó que solo el 25% de encuestados a nivel nacional considera que la conmemoración referida “sí importa”, un 36% dice que “es necesaria para cerrar heridas”, y un 32% “que es una manera de cuidar la democracia”.

No quisiera restarle relevancia al debate público sobre la memoria del 11 de septiembre, pero quisiera preguntar hasta qué punto es un factor que desincentiva y despolitiza a las mayorías del país. ¿Acaso este tipo de debates -el proceso constituyente, la naturaleza del estallido social- no son “cómplices involuntarios” (pero necesarios) de la creciente desafección ciudadana? ¿Hasta qué punto están creando una división más profunda entre el elitismo de la política memoriosa y sofisticada versus el desinterés endémico del ciudadano promedio?

Por Carlos Meléndez, académico UDP y COES