Columna de Carlos Meléndez: El fetichismo de la reforma
En América Latina, existe una excesiva fe a las reformas políticas. Creo que no pasa un año en que no haya un país de la región en el que no se discuta algún tipo de modificación relevante de las reglas de juego para “mejorar” los indicadores de estabilidad y de representación políticas. Piense usted, todos los debates de ingeniería constitucional sobre cómo diseñar distritos electorales, el modo de elección de congresistas (si en listas cerrada o abiertas), la aplicación de cuotas para promover el involucramiento público de minorías, la revisión cuasi policiaca de las contabilidades partidarias, entre otros.
Lamentablemente, el impacto concreto de tanta alteración institucional ha sido negativo. Indiferente, en el mejor de los casos. Si los comparamos con lo sucedido en los últimos veinte años, hoy hay más países latinoamericanos que sufren de crisis de representación, con menos partidos enraizados y con una democracia corroída en su baja legitimidad. Salvo excepciones que confirman la regla (la participación de la mujer en asuntos públicos), la “reformitis” no ha curado los problemas estructurales que acarrean los sistemas políticos continentales; en algunos países, incluso, los ha agravado. En Chile, por ejemplo, llevamos coleccionando reformas políticas tan erradas como el establecimiento del voto voluntario (demasiado OCDE, poco sentido común). Recordemos: hay reformas que dañan.
Por eso llama la atención que, en momentos de crisis tan aguda como la que atraviesa Perú, actores influyentes insisten en proceder con una reforma política incluso antes de llevar adelante nuevos comicios generales, ralentizando así la salida urgente. Este tipo de coyunturas -gobiernos al borde de la cornisa acechados por movilización social- requiere más de acuerdos entre actores que de ensayar fórmulas precipitadas que lindan con el desquicio. Por ejemplo, coaliciones de instituciones de prestigio en ese país proponen, como solución a la fragmentación, una segunda vuelta presidencial en la que podrían participar hasta cuatro candidatos (sic). No cabe duda de la falta de cable a tierra.
Bajo las circunstancias de una situación límite, los acuerdos políticos son el principal instrumento para evitar la continuidad del caos. La resolución del estallido social chileno es una muestra de los reflejos de sobrevivencia política que puede sacar a relucir la clase partidaria afectada, a pesar de sus distancias ideológicas. Y en este tipo de acercamientos, alguna fuerza tiene que ceder, al menos temporalmente, como hizo la derecha -por entonces en el poder- que se negaba a poner en juego un cambio constitucional. Las propuestas de reforma -como sabemos- para intentar recomponer la institucionalidad decaída fueron dejadas para una siguiente fase (y de hecho aún pendiente), pero se salvó la emergencia. Incluso en un contexto de polarización política, se puede promover este tipo de acuerdos dada la calamidad al frente.
Giovanni Sartori decía que las reglas de juego funcionan sobre todo por la vocación de los actores políticos de hacerlas funcionar. Aquellas son necesarias y, sin lugar a duda, tienen que ajustarse a los cambios sociales de las sociedades latinoamericanas. Pero no exageremos en dotarlas de poderes mágicos que no los tienen.
Por Carlos Meléndez, académico UDP y COES