Columna de Carlos Meléndez: La distopía del Estado fallido
La tentación de etiquetar como “Estado fallido” a países que sufren crisis económicas o sociales, como las que atraviesa actualmente Ecuador, suele ser inmediata. Si bien nos hemos mal acostumbrado a que los gobiernos declaren estados de emergencia y/o de excepción, nacional o parcial, frente a olas de protestas sociales o actividades subversivas enfocadas en territorios, la aceptación de que se vive un “conflicto armado interno” es dramática. A ello recurrió el debutante Presidente de Ecuador, Daniel Noboa, el martes 9 de enero, casi inmediatamente después de que integrantes de una banda criminal tomara por asalto un set de televisión durante una transmisión en vivo. Ello supone, en la práctica, una declaración de guerra interna frente a unos veinte mil criminales -según cálculos del propio gobierno- organizados en una veintena de bandas, de las cuales solo dos serían las más poderosas (Los Lobos y Los Choneros).
En América Latina, los estados han tenido que confrontar movimientos subversivos internos y entrar en guerra civil con guerrillas y grupos terroristas que fueron migrando de reivindicaciones políticas altamente ideologizadas a agrupaciones más pragmáticas movilizadas por el acceso a mercados ilegales. Las FARC colombianas deben ser el caso más emblemático de cómo un origen altamente politizado (y hasta revolucionario para algunos) termina en el narcotráfico y la delincuencia más vil. Pero en la actualidad, el caso ecuatoriano nos da cuenta de un nuevo tipo de retador interno del control de la coerción. Ya no se trata de tomar el poder político central (o subnacional) por las armas, sino de filtrarse cotidianamente tanto entre las élites políticas como en la convivencia civil. Son organizaciones criminales que no llegan a la política por manifiestos sino por un inevitable avance en la acumulación de bienes (legales e ilegales). No buscan desmontar el régimen político para ocuparlo sino aprovecharse de su endémica debilidad. No persiguen utopías sino perpetuar la distopía en la que se está convirtiendo el continente.
Precisamente esta situación es el resultado de factores y procesos que se han ido acumulando: la inestabilidad del Ejecutivo ecuatoriano permitió la corrosión de instituciones estatales importantes -como las fuerzas del orden-. El crecimiento de la informalidad fue una puerta abierta a los poderes ilegales mientas que una distraída política de fronteras hiciera de la mitad del mundo el reino del narcotráfico. Como en cualquier otro contexto de confrontación armada, no se descarta la intervención de actores internacionales, no solo de países vecinos sino también hegemónicos. Este tipo de casos sin precedentes convierte a cualquier receta en -el mejor de los casos- parcial. Si bien clamar por un Bukele local se ha convertido en una suerte de reflejo, el caso de El Salvador es muy excepcional (y a la vez costoso en términos democráticos) como para servir de best practice. Este es el tipo de problema estructural que enfrenta la región sin indicios de que se revierta la tendencia de los estados latinoamericanos a ir cediendo el poder que paulatinamente van perdiendo.
Por Carlos Meléndez, académico UDP y COES
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