Columna de Carlos Meléndez: La generación dorada
Arrogarse la superioridad moral es un instrumento político empleado frecuentemente, tanto desde izquierda como de derecha. Los primeros para augurar tiempos revolucionarios, los segundos para imponer orden y defender el statu quo. En los últimos años, en Chile, han sido los sectores progresistas quienes han dominado la narrativa de la autoridad moral, con más talento frente a la perplejidad de sus rivales. Han sabido reproducirla en varios registros (clasista, identitario, de género). Sin lugar a duda, una de las más potentes había sido la de carácter generacional, que no había excedido el plano de lo simbólico y lo tácito, hasta que recientemente fue expresada por el “lapsus” tan comentado de Giorgio Jackson.
La generación progresista más joven ha sido sin dudas exitosa electoralmente -con una cuota importante de fortuna. En términos programáticos, no ha ofrecido ninguna sofisticación o giro que los diferencie sustantivamente de sus mayores ideológicos. En términos orgánicos, no han sabido construir nuevos referentes partidarios o sociales que enmienden el abismo existente entre las élites políticas y la sociedad chilena. El colega Juan Pablo Luna ha sido enfático al señalar que el Frente Amplio no tiene “la capacidad para vertebrar y organizar los conflictos que tienen quebrada esta sociedad”. Por más que este novel cohorte político haya levantado las banderas identitarias, tampoco ha innovado en términos movimientistas ni de deliberación ciudadana. Como sostiene el experimentado jurista y exconvencional Agustín Squella, eso de “las nuevas formas de hacer política” ha resultado ser una quimera. Entonces, si la “generación dorada” progresista tiene tantas limitaciones como sus antecesores del mismo espectro, ¿por qué tendrían que sentirse en la cúspide de la pirámide moral?
Una cosa es la superioridad moral como instrumento político (empleado de manera tácita para superar al rival) y otra distinta es creerse el cuento (delatado desde el subconsciente). Porque esto último no solo causa problemas políticos a la interna de una coalición de diversos grupos etarios (resulta muy ofensivo soslayar a los mayores que se enfrentaron a una dictadura, por ejemplo), sino que también produce una lectura equivocada de la realidad. Fue así como la campaña por el plebiscito del 4 de septiembre fue abordada por mucho tiempo, como una victoria en el bolsillo del novel oficialismo y hoy, como se sabe, un escenario que dista muchísimo de aquello.
El uso y abuso de este tipo de narrativas puede crear divisiones morales de la sociedad con resultados contraproducentes para el fortalecimiento democrático, pues estas escisiones son fácilmente empleadas por agentes populistas. Muchas de esas victorias morales posteriores al estallido social, por ejemplo, terminaron siendo pírricas, pues favorecieron a la elección de “independientes” antipartidarios que convirtieron la utopía en revanchismo. Es así como una generación -supuestamente- dorada, puede terminar perdiendo el partido más importante de sus vidas, por autogoles.