Columna de Carlos Meléndez: Rabia



¿Por qué más de 60 millones de brasileños votan por un político -Jair Bolsonaro- que se niega a reconocer que fue derrotado en elecciones? ¿A qué se debe que un economista de verborrea hostil -como Javier Milei- diese el salto del espectáculo de la opinología rioplatense y hoy aparezca como una oferta “sensata” para millones de electores argentinos? ¿Por qué un adusto Gustavo Petro terminó imponiéndose como Presidente de Colombia, país que no tenía antecedentes de victorias electorales favorables a la izquierda? Más allá de ser de derecha o de izquierda, y trascendiendo a sus orígenes sociales y trayectorias, estos tres políticos referenciados -y otros más con éxito en las urnas- logran expresar políticamente el malestar de sus connacionales, en contextos de recesión económica post-Covid e invasión a Ucrania. Pero este malestar no se tramita exclusivamente a través de plataformas programáticas o propuestas de políticas públicas, sino que también emplea un camino abreviado mucho más intuitivo: se trata de la rabia como elemento personalista que sirve de atajo cognitivo complementario a sus ideologías y, para ciertos sectores, acaso más eficiente. Portar esa rabia, en el verbo, en el gesto, hasta en la melena, resulta muy potente para captar el respaldo de millones de insatisfechos.

Se ha gastado mucho más tinta en relacionar a los líderes políticos con la esperanza que con el rencor. Para quienes hemos enfocado el análisis en los sentimientos viscerales como motivadores de la acción política, nos llama la atención cómo individuos que califican como “antis” (no votan a favor de un partido sino en contra de este) conectan con líderes que expresan encono, a veces incluso prescindiendo de afinidades programáticas y valóricas. En determinadas coyunturas, ciertos electores prefieren votar por un candidato con las credenciales suficientes para transgredir lo establecido, para romper con el statu quo, para tumbarse el establishment, ya sea aquel de derecha o de izquierda. En algunos casos, se trata de políticos que conectan con rabias telúricas y ancestrales, como la que está activando Antauro Humala en las zonas andinas peruanas. En otros casos, se trata de rabia new age y globalizada, con retórica vintage de reivindicación histórica, como la que representó (¿efímeramente?) el Gabriel Boric candidato. A veces, la bronca del día a día simplemente no tiene dueño y puede convertirse en una opción plebiscitaria, como el Apruebo del 2020 o el Rechazo del 2022. En determinadas coyunturas, los electores no votan por la mejor opción, sino por la “peor”. En aquello consiste el voto protesta, precisamente.

Vale aclarar que me refiero a la rabia antisistémica, es decir, un “que se vayan todos” vía electoral. No a animadversiones parciales que tienen como objetivo descartar a un candidato o partido (el mal menor). La rabia superior, anti-establishment, va más allá incluso de procesos de polarización, porque es tan profunda que detesta incluso a los extremos en conflicto (el mal mayor). Cuando hemos llegado a palpar políticamente esa furia, la democracia ha perdido su efectividad para una convivencia social plural y pacífica.

Por Carlos Meléndez, académico UDP y COES

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