Columna de Carolina Tohá y Pedro Güell: Unir hasta que duela
Está claro que dentro del amplio campo que llamamos progresismo, oposición o centro-izquierdas hay diferencias de fondo. Y que la historia de ese sector justifica la reticencia a forjar alianzas pragmáticas que puedan inhibir la expresión de esa diversidad. Eso ha entrampado la colaboración que debiera predominar ante la oportunidad histórica de escribir una nueva Constitución más democrática, porque a pesar de las divergencias existentes hay valores fundamentales que ese amplio sector comparte y que estarán en juego en el proceso constitucional. Un conjunto de malas lecturas sobre nuestro pasado y sobre lo que significan nuestras identidades nos tiene a las puertas de un gran desperdicio histórico.
Lo que importa ahora es el futuro. No ese futuro que se enarbola como excusa para ocultar otra vez nuestras diferencias, sino precisamente para poder confrontarlas y procesarlas en serio. Eso es precisamente lo que ha bloqueado la actual Constitución y la cultura política que creció a su amparo: la posibilidad de procesar los desacuerdos. La Constitución del 80 está fundada en el miedo al debate y a su potencial movilizador. Por eso creó múltiples mecanismos de consenso forzado; no solo entre adversarios, como muestra la lógica de los vetos de minoría, sino entre miembros de un mismo sector como efecto del sistema binominal.
Uno de los principales cambios que debemos provocar en nuestro ordenamiento y cultura política mediante la nueva Constitución es precisamente crear un sistema democrático que no le tema a las diferencias y a la divergencia de intereses. Sólo cuando estas se expresan abiertamente se pueden construir acuerdos verdaderos. Éstas son fundamentales para vivir en sociedad, pero pueden resultar dañinas cuando se fundan en la imposición de una parte, en la invisibilización de un sector, en el veto a ciertas ideas y en el endiosamiento de otras. Los acuerdos que sirven son los que surgen de la convergencia genuina y dialogada entre posturas divergentes y que reconocen un campo y unas reglas válidas para seguir disputando aquello en lo que no se pudo acordar.
Entonces, quienes compartimos ideales progresistas y creemos tener identidades políticas propias valiosas que esperamos sean reconocidas en la sociedad, debemos actuar unidos para lograr una Constitución que permita el reconocimiento, procesamiento y encuentro de nuestras diferencias. La mejor forma de hacerlo es mediante una lista única de convencionales, pero incluso en el escenario en que ello no suceda es posible priorizar un mensaje unitario y un esfuerzo colaborativo para centrar el debate en lo que es sustantivo, la posibilidad de una sociedad más democrática y más justa, sin distraerse en la medición de fuerzas entre mini proyectos partidarios o en el posicionamiento de legítimos, pero secundarios, intereses electorales.
Se equivoca quien cree que negándose a esa unidad está defendiendo su identidad. Por el contrario, está contribuyendo a que se perpetúe un orden en que su identidad será políticamente estéril y servirá solamente para seguir fragmentando los esfuerzos por una sociedad que deje atrás las desigualdades e injusticias que han marcado nuestra historia.
No es necesario negar nuestras diferencias. Ni siquiera disimularlas. Lo necesario es reconocer que el freno a un Chile más libre e igualitario no ha estado en nuestros desacuerdos sino en los que tenemos con quienes siguen pensando que la democracia es un peligro, que la libertad es para algunos, que la desigualdad es un mal menor y que el mercado sabe mejor que las personas lo que es bueno para la sociedad. Si no perdemos ese norte, tendrá sentido buscar caminos de unidad, los que sean posibles, los que cuesten pero valgan la pena, hasta que duela.