Columna de César Barros: El ajuste automático: recuerdos
Corría el año 1981, Chile tenía el tipo de cambio fijo con el dólar a $39, desde hacía varios años. Sin embargo, la inflación, que por esta vía se moderó sustancialmente, no estaba domesticada. Era de 38,9% en 1979 y bajó a 9,5% en 1981.
El valor “real” del dólar se había reducido en forma dramática, afectando duramente las exportaciones. Los EE.UU. estaban en una dura recesión y el cobre tocaba precios mínimos históricos. El FMI, y los economistas más ortodoxos, se la jugaban por “el ajuste automático”: el dólar debía permanecer en los $39, y vía recesión y ajuste del gasto, debían bajar los precios de bienes, servicios y salarios. Toda Latinoamérica se había tragado la teoría del FMI, y de los doctores del Banco Central y de Hacienda. Quienes creíamos que era una locura, fuimos tratados de malos economistas, y -en mi caso particular- incluso de “antipatriota”. Distinguidos economistas proponían una rebaja de sueldos de un 10% y reducciones del gasto público (que era realmente famélico); cualquier cosa, menos mover el icónico $39 por dólar. Se escribieron numerosos papers aseverando que una devaluación nada corregiría, que la sobrevaluación del peso era poca, y que el “ajuste automático” se haría cargo del problema.
Llegó abril del año siguiente, y en la Junta de Accionistas de CMPC, su presidente -don Jorge Alessandri- declaró que con los $39 La Papelera no era viable. El rey iba desnudo: la empresa ícono de Chile no resistía esa política cambiaria. Los economistas ortodoxos, los académicos más reputados, perdieron el piso, y empezó una corrida del peso, de aquellas: el mercado dejó de creerle a la ortodoxia del ajuste automático. Se tuvo que devaluar y por no haberlo hecho a tiempo, el dólar pasó en poco tiempo de $39 a $60 y luego a $120. Quebraron casi todas las empresas, y nos comimos una recesión de casi 20% en dos años. Una posición teórica -que la historia había probado falsa-, sin consideraciones políticas, impidió un ajuste a tiempo. Mentes poderosas, pero “sin calle”, mantuvieron una variable clave de la economía fuera de equilibrio, porque “sus modelos” teóricos así lo exigían, pero la ortodoxia fue derrotada por una realidad del porte de una catedral. Los académicos puristas no quisieron escuchar a sus colegas con ideas diferentes (los bautizaron de gasfíteres).
Hoy, también hay quienes piensan que nada tiene que cambiar: cero diálogo. Ponen todo su prestigio y sus particulares sutilezas académicas, para oponerse a cualquier acuerdo razonable. Escuchamos los mismos argumentos que otros exponían en esos años: un pequeño ajuste es la puerta para un desmadre completo; devaluar un pequeño porcentaje o meter alguna flexibilidad en “el modelo” era enfrentar una debacle sin límites.
Bueno, hoy nadie está por un dólar fijo, y de los que lo estuvieron, unos han muerto y a otros les daría vergüenza exponer sus viejos argumentos. Y los “gasfíteres” se revalorizaron en pocos años. Como suele pasar, los economistas más ortodoxos de antaño cambiaron su postura hacia lo que después fue la opinión mayoritaria.
Le tengo cariño a la ciencia económica, pero algunos abandonan el sentido común y ponen sus dogmas personales por encima de lo factible.
Por César Barros, economista
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