Columna de César Barros: Gratis et amore
Esto de que los bancos son “coñetes” tiene una larga historia cultural. De hecho, la usura (prestar dinero con interés) fue considerado desde los primeros días del cristianismo como un pecado con pena de infierno. Y así fue considerado en los concilios de Letrán II (1139), III (1179) y V (1512). En los de Lyon (1274) y de Viena (1311). El argumento principal venía no solo de las Escrituras, sino del veredicto de Santo Tomás de Aquino: el dinero no es productivo “en sí”, es solo una medida. Pedir una recompensa por prestarlo, es antinatura. El usurero usa a su favor el tiempo, y el tiempo es solo de Dios.
Sin embargo, al irse formando en Europa un mercado de capitales, la Iglesia fue cediendo gradualmente ante los financistas. De hecho, Julio II dispensó a Jakob Fugger del pecado de usura - bula y todo- para que le prestara fondos para financiar sus guerras. Las deudas constaban en documentos caratulados: “mutuum gratis et amore”, que se transaba con un importante descuento, pero formalmente sin intereses. En el siglo XIII se determinó que el usurero ya no era condenado ipso facto al infierno, sino que pasaba a un ingenioso “purgatorio de los usureros” y cumplida la pena, pasaban a la gloria eterna. Luego Benedicto XIV en 1745 lanzó su encíclica Vix Pervenit sobre la usura y otros beneficios deshonestos. En ella, ya se iba suavizando algo la actitud hacia la usura, considerando lícitos los principios del “lucro cesante” (lucrum cessans) y la pérdida emergente (damnum emergens). Y eso hace que hoy Ana Botín, otros dueños de bancos, sus gerentes y hasta ejecutivos de cuentas, no vayan al infierno en forma directa.
Esto es solo una digresión histórica, pero nos da la idea, de por qué aún el cobro de intereses puede ser culturalmente pecaminoso.
En Chile tenemos una Ley de Bancos e Instituciones Financieras que data de 1985, y caramba que ha cambiado el mundo financiero desde entonces. Hecha sabiamente, pero a la sombra de la crisis de 1982/1984 su regulación de riesgo es muy estricta: adecuada solo a empresas y personas muy solventes y de historia financiera impecable, que no es el caso de la mayor parte de las personas y empresas chilenas. Dado lo cual, el crédito de consumo quedó abandonado a las casas comerciales (con muy poca regulación: recuerden el caso de La Polar, próximamente en cines), y el mercado de las Pymes y Mypimes al factoring, que en la realidad no tiene ninguna regulación: ¿cuántos son?, ¿cuánto manejan?, ¿cuál es la deuda de cada empresa con ellos? Nadie lo sabe, y el día que haya una corrida contra esa industria se va a producir una catástrofe de insospechadas dimensiones.
La bancarización -debidamente regulada- es parte no menor del desarrollo del país, y sería más que deseable que la banca entre en forma decidida a financiar empresas más pequeñas, y que estas no dependan solo de una industria cuyos límites desconocemos, o de las grandes empresas que las contratan.
Por César Barros, economista