Columna de Constanza Michelson: Guerras psicológicas en el tiempo de la opinión

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El plebiscito de salida se realizará el 4 de septiembre.


Se obliga, pero no se convence por la fuerza, aunque tampoco es seguro que por la razón. Las sociedades, como las personas, tienen una historia psicológica hecha de motivos emocionales y mecanismos de defensa que alimentan las razones. Hay momentos políticos como el actual que intensifican las guerras psicológicas.

Desde luego, un plebiscito estructurado de manera binaria produciría más que un debate técnico, y ante la fuerza emocional que conlleva, algunos se apasionan, otros responden con hastío o indiferencia, y hay quienes llaman a abordar con racionalidad el proceso. Pero la razón no es algo que esté libre de pasiones inconscientes. El problema de una sociedad no es tanto oponer razón vs. emoción, sino qué tratamiento se les dará a las emociones políticas. ¿Inflamar para administrarlas de manera oportunista?, o bien buscar formas para procesar y simbolizar el malestar, las fracturas, la desconfianza; al menos en parte. Porque no todo lo emocional es digerible en una sociedad; tal como en la psicología individual, siempre hay síntomas que quedan. Por eso la política, como en la vida misma, se trata del oficio de comenzar una y otra vez. Nada es definitivo.

Respecto del procesamiento de las emociones, Winnicott, un viejo psicoanalista, decía que la salud social era ligeramente depresiva. No se refería a lo que hoy entendemos como patología (un poco sí), pero lo que quería decir era que tal como en la salud mental individual, una sociedad requiere de mecanismos de defensa ante la realidad que permitan integrar -no unificar- aquello que nos resulta ambivalente. Soportar las cosas en su contradicción y aceptar ciertas cuotas de desengaño. Aceptar, también, que no todo es mala fe, sino que existe la torpeza, y que a veces es mejor decir un “no lo sé”. Que la verdad, antes que una revelación, es algo en construcción. Si esta posición psicológica fue llamada “depresiva”, en parte es porque tiene que ver con la posibilidad de hacer duelos, de procesar las pérdidas, no negarlas. Hay varios duelos que enfrentar en la vida: dejar las idealizaciones, la fijación a lo que no fue, así como perder “tener” la razón.

Algunas personas, si han sido afortunadas, se darán cuenta de que estos mecanismos son los que permiten el amor: hacerse un poco el tonto con lo que tiene contradicciones y no es perfecto, así dar tiempo a que el amor ocurra. O, dicho de otra manera: autorizar que fluya lo inaudito. La misma disposición requiere la vida política: creer que, aun en la estupidez de las cosas y aun en el fracaso, vale la pena volver a intentarlo. Esta podría ser una versión de la esperanza. Por el contrario, el fanatismo no cree, por eso necesita (o inventa) pruebas y certezas cerradas, de otro modo no puede ligarse a un proyecto.

Creer, en este sentido, es algo sofisticado, porque implica cierta benevolencia y comprensión, encontrar salidas creativas al dolor, creer sobre todo que es posible, aun en conflicto, encontrar formas de reparar el daño y pasar a otra cosa. Estos mecanismos en el ser humano son complejos y no están garantizados, hay contextos, políticas y sociedades que los promueven. Un lugar vivible requiere crear instituciones y espacios que nos protejan del pensamiento en masa, es decir, que promuevan el pensamiento propio y su consecuente responsabilidad. Instituciones que susciten la autogestión, la desvictimización, den tiempo a la toma de decisiones, valoren la integración y la complejidad de lo contradictorio, de lo difícil.

Por el contrario, hay imaginarios sociales y prácticas que acentúan otros mecanismos de defensa mentales que provienen de una fase del desarrollo psicológico del ser humano más arcaica. Le llamamos “posición esquizo-paranoide” (sí, un nombre horrible, pero es normal). Ocurre cuando somos aún frágiles psíquicamente en la primera infancia y no es posible responder de manera “depresiva” -es decir, integrando y reparando- a las amenazas de la realidad externa e interna: al sentimiento de abandono, el rechazo, la envidia, el miedo. Lo que apenas se logra en esta fase para defenderse de la realidad es hacerla explotar: alejando lo más posible lo bueno de lo malo para no destruirnos. Por ejemplo, la proyección (ver la paja en el ojo ajeno), la negación (borrar aspectos dolorosos a costa de cuotas de locura) y la paranoia (que busca causalidades en todas partes, para desplazar el propio malestar hacia un enemigo nítido, por eso se emparenta con las lecturas tendenciosas y las conspiraciones).

En la psicología individual como en la social, bajo ciertas circunstancias de desprotección psíquicas, es fácil recaer en estos mecanismos; no hay que mirarlos en menos, porque son adaptativos, aunque a la larga destruyen. Por eso es una equivocación política atribuir rasgos paranoicos a ciertos grupos como si fuesen atributos dados. Ese gesto no solo actúa con arrogancia, además no considera que no pocas veces sea la sociedad y la política las que no ofrecen mecanismos para digerir las fracturas, los miedos, los resentimientos. Por ejemplo, cuando se confunde sociedad con política se lanza a las personas comunes a un campo de batalla sin ningún cuidado. Para que resuelvan asuntos que son de responsabilidad política, asuntos complejos que no se le pueden cargar a la ciudadanía. Porque así es que puede ocurrir que efectivamente aparezcan males como el racismo, el odio y la venganza, incluso en personas que nunca lo habían manifestado. El asunto se vuelve tragedia cuando aparecen los traficantes de estos afectos, diversos tipos de canallas.

Es tarea de una sociedad generar escenarios para simbolizar las emociones, escuchar los temores, buscar vías de procesamiento del resentimiento y mecanismos de reparación social. De otro modo, ni los mejores proyectos son viables.

Los discursos de campaña de esta elección, como nunca se disputan la idea de reparación. Pero reparar no es una unidad cerrada, desde luego no es una “casa (de todos)”, tampoco es amor (como se usa en las campañas). Una casa común está llena de conflictos y el amor es uno de los sentimientos más complejos. Amar a un país no puede ser bajo la lógica de como se ama a la droga, con enfermedad. Asimismo, el tratamiento a los asuntos identitarios, a ratos carece de la complejidad que merecen, pensarlos de manera situada. Estas ideas parecen ser intentos de hacer algo con las emociones implicadas en este proceso, pero no son para nada algo terapéutico, sino que segregan. Nos infantilizan también. La reparación es más sutil y, a la vez, más trabajada. Requiere tiempo, y desde luego verdad. Como escribe Pablo Aravena, historiador chileno, el vicio de la posmodernidad es consumir historia, fetichizarla, para servirse de ella en el presente y no para que el pasado conmueva a la actualidad.

Lo tenemos difícil, porque el material de nuestra época es el espectáculo, este se alimenta de hipérboles y escándalos. Desde luego, de mecanismos paranoicos. El problema es creer que bajo esa lógica hay diálogo, cuando lo que ocurre es una “escena”; más problemático aún es cuando se montan “escenas” en medios de comunicación bajo el título de debates. Pero ni el mejor mensaje puede desarrollarse en los pocos segundos que se les dan a los participantes, más bien esa disposición los obliga a defenderse y a atacar. Para excitar aún más el show -que es crack para las audiencias- se usa cortar frases para ponerlas luego en redes sociales. El simulacro es hacer como que el propósito es generar conversación.

El escritor austríaco Karl Kraus, en los años 20, se dio cuenta de que, incluso, más que la creciente potencia bélica, eran los nuevos medios de comunicación masivos los que podrían traer la catástrofe. La opinión pública, que es hija de los medios técnicos de su tiempo, inventó el flujo monstruoso de clichés, frases prefabricadas: lenguaje sin pensamiento. Hoy nos toca pensar lo que las redes sociales le hacen a la opinión. Un dato: hay análisis que muestran que durante la campaña electoral las cuentas más influyentes en Twitter son anónimas. Seguimos a personas -o robots, cómo saberlo- libres de la responsabilidad de dar la cara. Sumaría un último rasgo de la época, el acceso inmediato a la información nos ha llevado a desconocer nuestra ignorancia y su límite saludable.

Si no hubiera frases hechas, escribió Kraus, no necesitaríamos armas. Y creo que tuvo razón, porque la opinión puede decir de todo, pero no decirlo todo. Lo que no puede decir es lo que está por venir. Lo inédito: esa verdad que haga que la política valga la pena. Para esto no nos pueden ayudar los expertos, los expertos asesoran, pero no hacen la política. La política es un riesgo y también una responsabilidad compartida.