Columna de Cristián Valenzuela: Monotonía
Los responsables son aquellos que, de manera artificial, alimentaron un conflicto y lo hicieron estallar con violencia y aparente indignación. También, en buena medida, son responsables quienes en vez de presentar objeciones a ciertos diagnósticos y sostener con firmeza sus legítimas posiciones, cedieron ante la presión y se entregaron, irreflexivamente, a soluciones fáciles y aparentemente virtuosas...
“No fue culpa tuya, ni tampoco mía, fue culpa de la monotonía”, canta irónicamente Shakira en uno de sus éxitos recientes. Al parecer, la cantante logró captar la esencia de una relación de pareja desgastada y, sorprendentemente, esta misma idea puede aplicarse a la política chilena actual. Y tal como en la canción, este domingo podríamos ser testigos de un giro inesperado.
Es difícil de creer que a menos de 4 años del llamado estallido social, que supuestamente iba a cambiarlo todo, nos encontremos en un escenario donde quienes se opusieron con fuerza, puedan tomar las riendas. Algunos recurren al simplismo de hablar de un péndulo en la política chilena, donde la misma población que hace pocos años viró con fuerza hacia la extrema izquierda y las propuestas refundacionales, ahora misteriosamente se siente identificada con las ideas del orden, la estabilidad y un supuesto inmovilismo. Como si fuera un posicionamiento pasajero, que solo durará un par de años y que luego, nuevamente, volverá a situarse en el extremo opuesto, en un balanceo eterno y reiterativo.
El asunto es mucho más complejo de lo que parece. La política chilena está pasando por un momento de desilusión, como una relación desgastada después de años de promesas incumplidas. La falta de avances en temas críticos como la ausencia de medidas eficaces para devolver la seguridad y tranquilidad; las tensiones y conflictos sociales propios derivados del aumento de la inmigración o la descomposición de la estructura familiar y comunitaria; la limitación de las oportunidades de prosperidad y el abandono de las clases medias y vulnerables como consecuencia del estancamiento económico; son fenómenos todos que solo han aumentado la desconfianza y el resentimiento. Estos problemas han generado una creciente preocupación en la población, que clama por soluciones efectivas y cambios significativos en la política del país, desde mucho antes del estallido y con una proyección que no se resolverá simplemente con una nueva Constitución.
Quizás el problema no sean las personas, sino aquellos que, como novios celosos, avivaron el desencuentro social buscando cambiar un país que parecía aburrido. Ciertamente, los responsables son aquellos que, de manera artificial, alimentaron un conflicto y lo hicieron estallar con violencia y aparente indignación. También, en buena medida, son responsables quienes en vez de presentar objeciones a ciertos diagnósticos y sostener con firmeza sus legítimas posiciones, cedieron ante la presión y se entregaron, irreflexivamente, a soluciones fáciles y aparentemente virtuosas, como la propuesta de un reseteo que ignoraba por completo los avances que Chile había observado en las últimas décadas. Pero, al igual que en una relación, inventar un artificio o ceder ante la presión y buscar soluciones fáciles no es el camino hacia la felicidad duradera.
Entonces, ¿qué podemos esperar de este domingo? Tal vez sea el momento en que la burbuja estalle definitivamente y la política chilena empiece a replantearse sus prioridades. El desafío, más vigente que nunca, será encontrar líderes capaces de equilibrar las demandas sociales y defender sus convicciones de manera coherente y consistente con su propia historia.
En resumen, la política chilena parece estar pasando por una crisis de identidad similar a la cantada por Shakira. Pero, como en cualquier relación, el cambio puede ser una oportunidad para crecer y mejorar. Este domingo, quizás veamos el comienzo de una nueva etapa en la política chilena, donde las soluciones efectivas y los cambios significativos que se requieren puedan prevalecer y no cambiar por completo una buena Constitución de 44 años, por las aparentes bondades de un texto inestable y utópico que apenas se prolongue por 22.
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