Columna de Cristián Valenzuela: Salvador Allende S.A.

En la izquierda chilena, la coherencia es un mito tan frágil como la economía de la Unidad Popular. Durante décadas, la familia Allende ha rentabilizado el apellido con la misma destreza con la que su ilustre ancestro destrozó el país. Pero cansados de inventar historias sobre su supuesto heroísmo (y de ocultar tantas otras que evidencian su precariedad), ahora llevaron el negocio familiar a un nivel completamente distinto: el rubro inmobiliario.
Mientras el progresismo se desvive por hablar de memoria histórica, justicia social y patrimonio del “pueblo”, la familia Allende estaba ocupada vendiendo la casa de Guardia Vieja -esa misma que han usado como símbolo de resistencia- por la módica suma de 933 millones de pesos. ¿El comprador? El Estado, por supuesto, con la plata de todos los chilenos.
La operación se preparó sigilosamente durante meses; los documentos superaron todos los recovecos de la compleja burocracia; los presupuestos se aprobaron con la agilidad del favor presidencial y, finalmente, a horas del Año Nuevo, firmaron la millonaria transacción en la oficina de una notaría. El plan era brillante: primero vendían la casa, luego recibían la plata del Estado y, para rematar, la casa volvía en comodato a la familia Allende. Un win-win, como diría el exministro que vendía gas a precio injusto y que le significó al Estado una pérdida patrimonial de más de 500 millones de pesos.
Pero había un pequeño detalle que decenas de abogados y autoridades prefirieron obviar: las vendedoras eran la senadora Isabel Allende, hija del mártir socialista, y la ministra de Defensa, Maya Fernández, su nieta. Dos personajes que, según prescribe la Constitución, no pueden hacer negocios con el Estado. La jugada maestra no solo tambaleó, sino que se les cayó cuando la operación se hizo pública gracias a la prensa y se convirtió en un escándalo de proporciones que fue imposible de controlar. Porque si hay algo que la izquierda no soporta es que sus negocios sean descubiertos.
Aquí es donde el progresismo entra en crisis existencial. ¿No que Allende era del pueblo? ¿No que su legado pertenecía a la historia y no al mercado? ¿No que el socialismo no se vende? Pues bien, parece que cuando hay varios ceros de por medio, los principios del marxismo son más flexibles. Poco antes de suicidarse, Salvador Allende dijo que tenía la certeza de que su sacrificio no sería en vano. Y razón tenía, porque para sus herederos ser socialista y hacer negocios con el Estado no es una contradicción mayor si es que ello les permite hacer una pasada millonaria.
La familia Allende entendió que la verdadera revolución está en la rentabilidad de la marca y no en las barricadas. Los Allende convirtieron la memoria en un activo transable, la historia en un bien raíz y el recuerdo de Salvador Allende en una sociedad anónima. Mientras el resto de los chilenos esperan años por una atención de salud, apenas les alcanza para llegar a fin de mes o se endeudan para pagar el dividendo, la aristocracia socialista trafica sus símbolos, discursos y casonas, siempre con cargo al Estado y, por supuesto, en nombre del pueblo.
Cuando el escándalo explotó, la ministra Maya Fernández puso su mejor cara de «yo no fui» y declaró que lamentaba cómo se llevó el proceso. La senadora Allende se indignó con los cuestionamientos y se defendía alegando su buena fe. Claro, la lamentación vino solo después de que el negocio fracasara, no antes. ¿Y Gabriel Boric?, con la misma historia de siempre, donde finge sorpresa cada vez que lo pillan haciendo chanchullos.
Pero no nos equivoquemos: este episodio no es un hecho aislado. Es la manifestación más burda de una tradición bien conocida en la izquierda. Una élite que se proclama enemiga del capitalismo mientras se instala en sus mejores barrios; que predica austeridad desde cómodos sillones de cuero, y que dice representar al pueblo, pero que no tiene reparos en desangrarlo a impuestos para financiar su estilo de vida. Porque el socialismo nunca ha sido otra cosa que una ideología de privilegio para quienes logran acomodarse en las cúpulas del poder. Nos venden el mito del líder abnegado que murió por el pueblo, pero su descendencia se comporta como ejecutivos de una corporación que cotiza en la Bolsa de Nueva York. Salvador Allende S.A., una empresa familiar que habla de revolución mientras hace negocios con el Estado.
Al final, el socialismo es un gran emprendimiento para quienes lo administran. Y, en este caso, la familia Allende ha demostrado ser más astuta que cualquier holding internacional.
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