Columna de Daniel Matamala: Acallar al pueblo

ESTADIO NACIONAL
Si el proyecto es aprobado, las elecciones de alcalde, concejales y gobernadores se realizarán en dos jornadas, los días sábado 10 y domingo 11 de abril.


El 13 de junio de 2021, 2 millones y medio de chilenos acudieron a las urnas. Era la segunda vuelta de la elección de gobernadores, unos comicios particularmente poco inspiradores: se votaba aún en pandemia, en 13 de las 16 regiones, por un cargo más simbólico que real.

La participación fue paupérrima: apenas uno de cada cinco ciudadanos se animó a votar. Fue el último clavo en el ataúd del voto voluntario.

La idea de reestablecer el voto obligatorio ya había tomado fuerza ante la crisis de participación. En 2012, la inscripción automática y el voto voluntario intentaron atraer a los jóvenes al padrón electoral. “Es una invitación a reenamorarnos de la democracia”, declamó el Presidente Piñera al firmar la ley.

Pero Cupido nunca llegó, y tras el estallido se formó un creciente consenso: si el corazón no había funcionado, habría que apelar al bolsillo, con obligatoriedad y amenaza de multas para quienes insistieran en no acudir a la “fiesta de la democracia”.

La idea la empujó especialmente la izquierda. Es que el voto voluntario era muy desigual. En esa elección de gobernadores, en Vitacura votó el 53% de los ciudadanos; en La Pintana, apenas el 16%.

En la primera vuelta presidencial de 2021 más de la mitad de los ciudadanos se quedó en casa. La cientista política Marta Lagos explicó así el primer lugar de Kast: “Como votó poca gente, la derecha fue capaz de convocar a más gente que la izquierda, que no tuvo la capacidad de capitalizar el voto de protesta contra la política. No es que esos votos no existan, que la gente no esté descontenta o que no vaya a salir a la calle de nuevo. El punto es que no votan”.

Habría que obligar a ese renuente pueblo a marcar su sufragio. Y esto beneficiaría a la izquierda popular, por sobre la derecha de las “tres comunas”. Elemental, Watson.

Pero, al menos hasta ahora, ha ocurrido todo lo contrario. Las tres elecciones con voto obligatorio han visto a ese “pueblo”, antes invisible, volcarse hacia la derecha.

El estudio Panel Ciudadano – UDD divide al “votante habitual” (aquel que siempre ha sufragado) del “votante obligado” (que sólo lo hace ahora que es obligación).

Según sus datos, en el Plebiscito de 2022, entre los “obligados”, el Rechazo arrasó, con el 78%. La misma lógica se repitió en la elección de consejeros de 2023, donde el Partido Republicano obtuvo el 27% entre los “habituales” y el 43% en los “obligados”. Y en el Plebiscito de diciembre pasado, cuando el “A favor” a la Constitución de los republicanos logró el 51% entre los “obligados”.

Contando solo a los habituales, en cambio, ganaban el Apruebo en el plebiscito de 2022 (51%), la lista de izquierda en la elección de consejeros (34%), y, por paliza, el “En contra” en el último plebiscito (62%).

En la izquierda cunde el pánico: ¿habrá cometido un terrible autogol, condenándose a ser minoría, al obligar a ese pueblo silencioso a votar?

Hay datos que respaldan esa idea.

Según el mismo estudio, el Presidente Boric es aprobado por el 40% del estrato medio-alto (C1 y C2), contra solo el 19% en los estratos más bajos (D-E).

Así, el fervor con que se apelaba a la sabiduría popular da paso a una mezcla de desprecio y miedo hacia estos nuevos votantes. El pueblo ahora es una masa sospechosa de pecar de fachopobrismo, a la que, más que convocarlos a abrir las grandes alamedas, es mejor dejarlos en su casa, bien calladitos, el día de las elecciones.

¿Cómo hacerlo? Sería demasiado cara de palo impulsar abiertamente el fin del voto obligatorio, apenas tres años después de haberlo declarado “el mínimo exigible” en democracia (palabras del entonces diputado Boric).

La estratagema, entonces, es vaciarlo de contenido. Esta semana, los diputados de izquierda votaron en masa contra la multa para quienes no participen en las elecciones municipales, parlamentarias y presidenciales, y lograron rechazarla en la Cámara de Diputados.

Generalmente, los parlamentarios se lanzan cual polillas a las luces de la televisión y las redes sociales para alardear de sus votaciones. Aquí, en cambio, hubo mucho silencio, casi se diría qué vergüenza. Algunos explicaron su voto negativo diciendo que “la multa debe ser rebajada” y que “el monto es muy alto”, pese a que es exactamente el mismo que ellos aprobaron para los procesos constituyentes anteriores, cuando suponían que el voto obligatorio los beneficiaría: 0,5 a 3 UTM ($33 mil a $198 mil).

La ministra del Interior, Carolina Tohá, trató de poner orden, diciendo que el gobierno “es promotor de un voto obligatorio con multa y lo vamos a defender, nos convenga o no”.

El tema de la multa pasó a una comisión mixta, que deberá zanjarlo en los próximos días. “Los chilenos no aceptarían la hipocresía de un voto obligatorio sin ningún tipo de sanción, sería contarnos cuentos”, afirmó la ministra.

Tohá da en el clavo. Una izquierda que trata de hacerse trampas en el solitario, eliminando por secretaría a un “pueblo” que sospecha incómodo, está destinada a desaparecer.

Más que sacarlo de las urnas, hay que entenderlo.

En Chile, según Pulso Ciudadano, ese “pueblo” no sólo es más crítico del gobierno; también lo es del Congreso (9% de aprobación, contra 14% en el C1-C2).

Contraintuitivamente, este grupo estaría menos preocupado por la inmigración que el segmento alto (21% contra 35% la considera entre los tres principales problemas del país). En cambio, está mucho más inquieto por los sueldos (20% contra 3%), el desempleo (25% contra 6%), la inflación (20% a 17%) y la salud (18% a 11%).

Son datos tentativos, inciertos, porque quienes son renuentes a votar tampoco suelen contestar encuestas. Pero abonan la idea de un voto popular de protesta, que hoy castiga a Boric, pero mañana podría golpear a un gobierno de derecha.

Estos nerviosos diputados deberían dejarse de tonteras. Intentar volver al voto voluntario por secretaría es torpe, impresentable y, a largo plazo, contraproducente: es sacrificar la legitimidad de la democracia a cambio de una eventual ganancia de corto plazo.

En vez de intentar acallar a ese “pueblo” al que antes canonizaban, deben escucharlo con atención. Tal vez se lleven una sorpresa: más que fachos pobres, quizás encuentren a ciudadanos críticos de la clase política, angustiados por problemas sociales como los bajos sueldos, el desempleo y las esperas en hospitales públicos.

Precisamente los problemas a los que una izquierda digna de tal nombre debería ofrecer remedio.

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