Columna de Daniel Matamala: Cambalache

Gaspar Rivas


A sus compañeros de bancada los insultó durante una sesión de comisión: “son un par de conchesumadres, Ahumada y Pino”.

A otro de sus correligionarios lo agredió verbalmente en un almuerzo de la bancada del Partido de la Gente, que debió cancelarse ante la imposibilidad de calmar al exaltado “honorable”.

Contra su jefa de gabinete reaccionó agresivamente cuando ella trataba de contenerlo, después de que comenzara a increpar a viva voz a los asistentes a una sesión de la “mesa paralela” para el acuerdo constituyente.

Así es como el diputado Gaspar Rivas trata a sus propios correligionarios y colaboradores.

Para el resto del mundo, también hay una catarata de insultos garantizados. Del Presidente de Argentina, Javier Milei, dijo que es “un boludo, un pelotudo y un imbécil”. Al empresario Andrónico Luksic lo tildó de “hijo de puta”.

Él excusa sus arrebatos por problemas de salud mental, aunque, después de ser desaforado y condenado por insultar en dos entrevistas a Luksic, su descontrol parece bastante controlado.

Rivas insulta en el Congreso, aprovechando la inmunidad (impunidad, más bien) de la que goza en ese lugar. Cuando sus asesores trataban de calmarlo mientras injuriaba a Ahumada y Pino, les dijo “no se preocupen, si tengo fuero con la Constitución y voy a decir que son un par de conchesumadres. ¿Se los deletreo?”.

A estos insultos suma más exabruptos. Mientras presidía la Comisión de Educación, dijo que “a esa señorita que se llama Constitución hay que violarla todas las veces que sea necesario”. Siempre hablando de sí mismo en tercera persona, se autoproclama el “sheriff” y se autocondecora poniendo una estrellita de aluminio en su solapa, mientras fantasea con “cortarles los dedos de la mano” y “dispararles por la nuca” a delincuentes.

Este sujeto acaba de ser elegido por sus pares para representarlos como primer vicepresidente de la Cámara de Diputados.

¡Qué falta de respeto, qué atropello a la razón!

Fue una elección indecorosa. Al oficialismo le faltaba un voto para lograr la ratificación de Karol Cariola como presidenta, y le entregó la vicepresidencia a Rivas a cambio de su sufragio. Así, el autodenominado “Bukele chileno”, exRN, exPDG, exlíder del “Movimiento Social Patriota”, votó por la diputada del Partido Comunista, y ambos quedaron al frente de la testera.

En ese acto, la izquierda se mostró presta a renunciar a sus convicciones más básicas con tal de lograr un carguito de poder.

Nada más que eso. El oficialismo no aseguró una mayoría real para sacar adelante sus proyectos. Simplemente quedó preso de una votación circunstancial, en que el fiel de la balanza es un parlamentario del que nadie puede esperar consistencia alguna.

Fue el cierre de un proceso vergonzoso de principio a fin. Hace solo unos meses, los diputados de la bancada de Demócratas firmaron un documento para apoyar el “acuerdo administrativo” liderado por el oficialismo, a cambio de una vicepresidencia. Pero luego la derecha les ofreció la presidencia, y desconocieron su palabra empeñada.

Cosa parecida ocurrió en el Senado, siempre tan orgulloso de su rol de “Cámara Alta”. En 2022, el oficialismo y la mayoría de la oposición firmaron un acuerdo para rotar la presidencia durante los siguientes cuatro años. En virtud de él, el socialista Álvaro Elizalde lideró en 2022, y el UDI Juan Antonio Coloma en 2023.

Para 2024, la derecha decidió desconocer el acuerdo del que hasta entonces se había beneficiado. Gracias a los votos de Demócratas, se quedó con una presidencia que no le correspondía; y Demócratas se llevaron una vicepresidencia de premio por no cumplir con su compromiso.

Ante estos bochornos, expertos proponen una reforma al sistema político, que reduzca la cantidad de partidos en el Congreso, mejore las normas de disciplina partidaria y castigue el transfuguismo. Esos cambios son positivos y necesarios, pero el problema es mucho más profundo: es la falta de respeto que los propios políticos tienen por su labor.

El Congreso Nacional se ha convertido en un cambalache donde la traición se premia, y la palabra empeñada no vale nada.

Es la hora de los vivos, de los que venden caro su voto a cambio de ventajas personales. En este cambalache parlamentario, el que no llora no mama, y el que no afana es un gil.

Los incentivos están invertidos. Insultar y agredir sale gratis. Los políticos honestos, que cumplen su palabra y respetan la disciplina partidaria, quedan como giles. Los inmorales, por citar al tango, nos han igualado.

La impunidad con que operan refuerza esa postura.

Esta semana supimos que el diputado Mauricio Ojeda (exRepublicano), imputado en el Caso Convenios en la gobernación de La Araucanía, entregó su celular totalmente destruido a la PDI. Explicó que lo había roto su hijo de 3 años, en una “jugarreta”.

La excusa es delirante, y coincide con las órdenes que, según la declaración de un testigo en la causa, Ojeda habría dado a otro involucrado. Le habría instruido que “debía hacer desaparecer su teléfono, y que él recomendaba que lo mejor era quemarlo”.

Podemos escandalizarnos por hechos como este, pero -de nuevo- es difícil esperar algo distinto con los incentivos que tienen los políticos.

Hace pocos años, todo Chile fue testigo de cómo parlamentarios recibían dinero irregular de intereses privados a los que esos mismos políticos favorecían, para ganar con trampa las elecciones. Y no les pasó nada. Las investigaciones se cerraron, los delitos se encubrieron como “errores”, la corrupción se disfrazó de “malas prácticas”, y los políticos corruptos siguieron en el Congreso, tan campantes.

De nuevo, ¿cuál es el mensaje para el político honesto, para el que quiere competir de acuerdo a las reglas y respetar la ley?

Es simple: a nadie importa si naciste honrado. Porque, igual que en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches, en nuestro Congreso, hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador.

En un mismo lodo, todos manoseados.