Columna de Daniel Matamala: Carnaval en la hacienda
- El historiador José Bengoa sostiene que, por debajo del barniz de modernización capitalista y democrática, en Chile sigue mandando el imaginario de la hacienda. Uno que se basa en reglas no escritas sobre el lugar que a cada uno le corresponde ocupar en el espacio social.
“En la hacienda”, abunda la socióloga Kathya Araujo, “las posiciones son sustanciales y jamás accidentales. Se asignan como rasgos esenciales definitivos”.
Esas posiciones permanecen como el mar de fondo de la relación social, aunque en la superficie existan los funcionarios propios de una sociedad moderna: autoridades, jueces, policías. Ellos poseen un poder formal, pero saben que hay arreglos implícitos que lo limitan cuando deben ejercerlo sobre determinados sujetos. Es el tan chileno y resignado “no meterse en weás”, cuando las personas sobre las que esa autoridad debe desplegarse están protegidas por el aura del poder.
Quienes gozan de esa impunidad social lo saben, y lo hacen valer. Lo vimos durante la audiencia de formalización de Luis Hermosilla.
En los dos días en que intervino, su hermano y abogado, Juan Pablo, representó el mismo guion. Una y otra vez, se enfrentó e intentó doblegar, incluso humillar, a la jueza de la causa. “Yo tengo derecho a decir lo que estime pertinente”. “El orden lo defino yo”. “Esto es una emboscada”. “No me gusta que me interrumpan”, la reprendió una y otra vez.
¿Qué pretendía un abogado desafiando a la autoridad que debía definir el futuro de su representado?
Parece absurdo, pero la escenificación tiene un sentido: recordar que de un lado está el miembro de la familia más connotada de abogados de Chile, hijo y hermano de dos celebridades jurídicas, con puestos reservados en la mesa del poder.
Del otro, la jueza Mariana Leyton, nacida en Buin, formada como abogada en Concepción y con una carrera de quince años en juzgados de Puente Alto, Arica y Santiago.
En un día normal en la hacienda, está claro de qué lado está el poder: quien está en el estrado es el capataz. Quien alega es realmente el patrón.
Sin embargo, en este primer desafío, las cosas no salieron como Hermosilla esperaba: su hermano y cliente debió pasar una noche en un penal común antes de ser derivado al lugar que le corresponde según su estatus social y de género (Capitán Yáber, un recinto exclusivo para hombres con dinero).
La derrota animó a los Hermosilla a extremar su ofensiva. Si la intimidación no había surtido efecto sobre la jueza, entonces habría que intimidar al sistema completo. En las horas siguientes, Juan Pablo Hermosilla desafió a “abrir entero” el teléfono de su hermano, para que “veamos qué fiscales y qué ministros le pedían favores a Luis Hermosilla. ¿Qué pasa si hay fiscales que están relacionados con la causa que le han pedido a él favores también?”.
Al presidente de la República, quien celebró la prisión preventiva de su hermano, y a sus ministros, los trató de “matones”, de cometer “una funa” y “un abuso” y les advirtió que “esto no lo voy a aceptar”. Esto es “una tragedia” y “una cacería de brujas”. “Jodió la democracia”, aseveró, antes de decir que “esto pasa en Venezuela y Cuba”.
Mirado desde la formalidad, esta sarta de tonteras no tiene sentido. Pero, de nuevo, la apelación no es a lo que parece ser, sino a lo que realmente es. Una hacienda donde las autoridades públicas juegan el rol de capataces; funcionarios temporalmente a cargo de administrar el fundo, y a quienes se debe hacer sentir el vértigo del miedo si se atreven a desafiar al patrón.
Desde esta mirada, lo que ocurre en estos días no es más que un efímero carnaval. “Un tiempo de extravagancias, reproche a los privilegiados, revancha de los subalternos e inversión de las posiciones sociales. En suma, trastocamiento de las reglas”, en palabras del historiador Jacques Heers.
Momentos en que, tal como ocurrió hace una década con la formalización de los dueños de Penta, el vulgo puede soñar el sueño de que no hay privilegios ni privilegiados, y que las jerarquías sociales han desaparecido.
Pero es sólo una pantomima, una forma de liberar la presión acumulada. “Los rituales de rebelión permiten que los sujetos expresen su resentimiento contra la autoridad sin cambiar nada”, dice el historiador Edward Muir. “En realidad son expresiones encaminadas a preservar e incluso reforzar el orden social establecido.”
El carnaval “se presenta como un ritual de rebelión, pero en realidad opera como estrategia para reconducir a la gente, tras cierto estado de catarsis, a la situación anterior al paréntesis que significa la fiesta”, abunda el antropólogo Max Gluckman.
Eso ocurrió con Penta. Tras la liberadora ilusión de igualdad ante la ley de la audiencia, cada uno volvió a lo suyo. Después de 44 días, Délano y Lavín abandonaron sigilosamente la cárcel. Todo terminó con la obstrucción de la investigación, clases de ética para ellos, castigo a los capataces que, en la Fiscalía e Impuestos Internos, osaron rebelarse, y el reforzamiento del orden anterior.
“Concluido el tiempo carnaválico, tras la cíclica quema de adrenalina y de energías vitales acumuladas, el poder hegemónico y la rutina laboral reconducen al pueblo. El ritual opera como amortiguador cultural, a modo de terapia sicológica colectiva”, dice el sicoanalista Manuel Torres.
La fórmula para apagar el carnaval es explícita. Si no agachan la cabeza, los capataces serán humillados públicamente, al revelarse su verdadero estatus. El patrón sabe que, para ascender, muchos de ellos han debido ejecutar actos de genuflexión: pasar por el besamanos, pedir y dar favores, rendir pleitesía al verdadero poder.
El teléfono de Hermosilla amenaza con ser el repositorio de aquellas miserias.
La apuesta es que, tras el breve tiempo carnavalesco, los capataces agacharán la cabeza, el pueblo será reconducido a la rutina, y las estructuras de poder retomarán su lugar. Tarde o temprano, habrá que barrer el confeti y volver a la hacienda.
Tiene lógica: es lo que ha ocurrido, una y otra vez, en nuestra historia.
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