Columna de Daniel Matamala: Chivo expiatorio
En el Antiguo Testamento se relata el sacrificio de un chivo para purificar las culpas de la sociedad. Un ritual nada divino, sino que muy humano, porque nos permite expiar problemas sociales complejos cargando todas las culpas en un sujeto. Una manera expedita de tranquilizar nuestra conciencia, sin la necesidad de solucionar nada.
Es lo que está ocurriendo a propósito de la presentación del artista mexicano Peso Pluma en el Festival de Viña del Mar.
El debate es acuciante. ¿Cómo atajar la expansión del narcotráfico, que aprovecha cualquier vacío para infiltrarse por los intersticios de nuestra sociedad?
Qué hacer, cuando el Estado no tiene los recursos necesarios para proporcionar seguridad, barrios amigables, áreas verdes y espacios de entretención; cuando se deslegitiman los referentes que entregaban un sentido de pertenencia, desde la familia hasta las iglesias o los partidos políticos; cuando ni la educación ni el mercado laboral proveen un horizonte atractivo.
Cuando la corrupción mina las instituciones; cuando los narcos crecen en poder de fuego; cuando no existen las herramientas para desarmar sus estructuras económicas.
Es un problema enorme, abrumador, que exige políticas profundas. ¿Cómo allegamos más dinero para invertir en poblaciones vulnerables? No, ni hablar de una reforma tributaria. ¿Cómo evitamos la corrupción en las autoridades políticas? No, imposible levantar el secreto bancario. ¿Cómo mejorar la calidad de la educación? No, qué enredo meternos en ese pantano. ¿Cómo evitar el tráfico de armas desde instituciones militares a los soldados narco? Mejor no hablar de ciertas cosas.
Es más fácil buscar un chivo expiatorio. Y desatar un festival de autoritarismo.
Es la ilusión de “hacer algo”, de “ser duro” contra el narco. Pero, como siempre ocurre con la censura, es una ilusión paternalista, inútil y dictatorial.
La censura es paternalista, porque todos nosotros nos exponemos a expresiones culturales que puede ser acusadas de fomentar conductas indeseables. Sin embargo, en una sociedad libre, entendemos que somos capaces de evaluar tales expresiones en su contexto. No vamos a salir a quemar todo porque escuchemos a Rage Against the Machine, ni iniciaremos un culto satánico tras un recital de Iron Maiden, y podemos disfrutar una serie como Breaking Bad sin querer convertirnos en narcotraficantes.
Pero muchos políticos quieren ahorrarnos la molestia de decidir por nosotros mismos. “Hay ciertas cosas que deben ser censuradas”, dice un diputado que se pasea con una plaquita de “sheriff”. “¿Les gustaría que su hijo después de escuchar estas canciones y sus letras le diga que no quiere estudiar y que prefiere ser narcotraficante?”.
¿Tan limitada es su comprensión del problema? ¿Tan estúpidos cree que somos los chilenos?
La censura es inútil, porque confunde los síntomas con las causas. El narcotráfico no penetra las sociedades porque alguien lo evidencie en una canción, sino al revés. Es pensamiento mágico pensar que, por ocultar un síntoma, la enfermedad va a desaparecer.
La censura siempre comete el mismo error: identifica un mal social, y cree que se le elimina al perseguir una expresión artística que da cuenta de él. Los conservadores creyeron que combatían la liberalización sexual al prohibir los movimientos de cadera de Elvis. Los cristianos, que atacaban el alejamiento de los jóvenes de la fe quemando los discos de Los Beatles.
La dictadura creyó que la rabia de los jóvenes desaparecía eliminando a Los Prisioneros de -precisamente- la televisión y el Festival de Viña. El cura Medina, que ponía atajo a las desviaciones religiosas impidiendo un concierto de Iron Maiden.
Pero los fenómenos sociales no se frenaron prohibiendo el charleston, el rock & roll, el punk, el heavy metal ni el hip-hop. Tampoco hoy se soluciona nada persiguiendo a la música urbana o a los corridos tumbados.
Cuatro senadores UDI denunciaron a la Fiscalía a la alcaldesa de Viña del Mar, y exigieron al gobierno que impida la entrada a Chile de Peso Pluma, sobre quien no pesa condena ni proceso criminal alguno.
Mientras los políticos criollos pedían detenerlo en la frontera, fue anunciado como segundo headliner de una de las jornadas de Coachella, uno de los festivales más importantes del mundo, al mismo nivel de Blur y J. Balvin.
En un mundo global, ¿qué sentido tiene enfrentar fenómenos como ese prohibiéndolos, y convirtiéndolos en víctimas de la censura? Sólo volverlos aun más atractivos, al aderezarlos con el encanto de lo prohibido.
La censura es paternalista, inútil, y también es dictatorial. Un proyecto de ley pretende prohibir “la comercialización, descarga, reproducción y presentación en vivo de cualquier artista que haga algún tipo de apología de la narcocultura”.
Una senadora PS aportó una iniciativa contra los “narcocorridos”, diciendo que “las canciones son atroces”, “no es ejemplo para la juventud” y “la juventud no debería escuchar esto”. (Me recordó a la esposa del almirante Merino, que lo convenció de impedir la entrada de Queen a Chile en 1985 porque “propiciaba la homosexualidad en los jóvenes”).
Y el alcalde de La Florida exigió censurar del Festival de Olmué a un conjunto de cumbia villera argentina con un cuarto de siglo de trayectoria (“Damas Gratis”).
Políticos tanto de izquierda como de derecha quieren definir listas de artistas y géneros musicales permitidos y prohibidos, según las tonteras que se les ocurran en el momento. Si les damos ese poder, dejaremos de ser una sociedad libre.
Con este festival de ridiculeces, esos políticos demuestran una vez más su distancia sideral respecto a los jóvenes a los que quieren “defender”. Y al transformar a un músico en el chivo expiatorio de los males de nuestra sociedad, evidencian su patética incapacidad para afrontar con un mínimo de seriedad fenómenos tan graves como el narcotráfico.
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