Columna de Daniel Matamala: Cuesta creerlo

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Cuando un comando del Frente Patriótico Manuel Rodríguez emboscó a la caravana del dictador Augusto Pinochet en la Cuesta Achupallas, la sabiduría popular rebautizó el lugar del atentado como la “Cuesta Creerlo”. En medio de una dictadura pródiga en operaciones propagandísticas, y tras la ola de represión que siguió al hecho, la desconfianza de quienes suponían un montaje era entendible.

En ese caso, el atentado fue real. Pero “cuesta creerlo” quedó en el argot popular como una frase de escepticismo cuando las versiones del poder resultan sospechosas.

Es lo que ocurre en estos días con las promesas sobre las profundas reformas que, ahora sí que sí, vienen en Chile si gana el Rechazo.

Sí, muy bonito todo. Pero cuesta creerlo.

Y un breve repaso de las últimas décadas explica por qué.

Tras el triunfo del No en 1988, se abrió una negociación entre la dictadura, la Concertación y Renovación Nacional para consensuar cambios a la Constitución de 1980. Pinochet aceptó 54 reformas, pero se negó a eliminar los senadores designados. Con el acuerdo a punto de fracasar, Andrés Allamand prometió a los negociadores de la Concertación, Edgardo Boeninger y José Antonio Viera-Gallo, que, cuando se restaurara la democracia, el nuevo Congreso eliminaría a los designados. “Pueden contar con la palabra de RN”, les dijo Allamand, según cuenta Ascanio Cavallo en el libro “Los hombres de la transición”.

Aylwin aceptó el trato, contra la opinión de Ricardo Lagos. “Aylwin no me convenció. Me parecía simplemente que no podíamos aceptar, porque ése era el momento de nuestro máximo poder”, recordaría Lagos décadas después. Pero la Concertación puso la firma y un plebiscito ratificó las 54 reformas, el 30 de julio de 1989.

Los chilenos votaron, y después no pasó nada. La promesa de RN fue papel mojado. Los senadores de su partido le dijeron que no a Allamand, y los designados siguieron en sus cargos hasta 2006, entregando una mayoría artificial a la minoría de derecha por 16 años en el Congreso.

En 2022, el mismo Lagos lista una larga serie de reformas que deberían hacerse después del 4 de septiembre.

¿Esta vez las promesas hechas antes de un plebiscito sí se cumplirán después de él? Cuesta creerlo.

En 2013, Michelle Bachelet ganó las elecciones con la promesa de redactar una nueva Constitución. El proceso avanzó a tropezones, organizando cabildos ciudadanos y con un proyecto que creaba una Convención Constitucional. Este fue rechazado en la comisión de la Cámara de Diputados, con la oposición de la derecha en bloque, y las abstenciones de los diputados DC Ricardo Rincón y Fuad Chahín, el mismo que años después sería el único convencional de su partido.

Cerrada esa vía, Bachelet envió un proyecto de nueva Constitución basado en los cabildos al Congreso. Su gesto postrero fue desestimado por el gobierno de Piñera. Apenas cuatro días después de asumir, el nuevo ministro del Interior Andrés Chadwick anunció, ante el entusiasta aplauso de los empresarios reunidos en la Icare, que “no queremos que avance el proyecto de nueva Constitución”.

¿Esta vez sí querrán que avance? Cuesta creerlo.

Ahora, Chile Vamos propone que, de ganar el Rechazo, la actual Constitución pueda reformarse por 4/7 del Congreso.

Pero, aunque se aprobara, el proyecto de los 4/7 no cambia en nada la realidad política. La derecha controla la mitad del Senado, y por lo tanto, con o sin 4/7 seguirá teniendo el mismo poder de veto que ha tenido siempre sobre cualquier reforma.

La derecha ha subcontratado la campaña del rechazo, cediendo protagonismo a exdirigentes de la Concertación y grupos de la “sociedad civil”, muchos de ellos fuertemente vinculados con (y muy bien financiados por) el poder económico. Estos hablan de “rechazar para reformar”. El 5 de septiembre, dicen, vendrá un nuevo proceso que recogerá todo lo bueno del nuevo proyecto y podará todo lo malo.

El “amarillo” Mario Waissbluth asegura que, de ganar el Rechazo, el Congreso puede tomar el texto rechazado, que “tiene un 90% de artículos adecuados”, corregir 17 puntos que son erróneos y someterlos luego a otro plebiscito. De “rechazar para reformar”, pasamos a “rechazar para aprobar el 90%, reformar lo rechazado y plebiscitarlo”.

Pero, ¿cuántos votos tienen en el Congreso los “amarillos” y grupos afines para llevar adelante su plan? Cero. ¿Cuántos miembros tiene la bancada que sostendrá tales compromisos? Ninguno. Sus promesas pueden ser sinceras, pero son irrelevantes, porque no depende de ellos cumplirlas.

Si el Rechazo gana el 4 de septiembre, la situación constitucional vuelve a ser la misma de los últimos 30 años: la derecha tendrá el sartén por el mango.

En las últimas horas, UDI, RN y Evópoli afirmaron su compromiso de llegar a un “nuevo pacto constitucional”, con diez contenidos sobre temas como derechos fundamentales, descentralización y medioambiente.

Es un paso adelante, pero lejos de ser suficiente. Primero, porque es una carta firmada por las directivas de los partidos, no una reforma vinculante votada por sus parlamentarios.

Segundo, porque son básicamente generalidades y buenas intenciones , como “entregar mayor poder a las regiones” o “terminar con los abusos”. Pero, ¿se consagrará la paridad de géneros en los órganos del Estado? ¿Se ampliará el derecho a huelga? ¿Se creará un sistema universal de salud? ¿Se respetará el derecho de las mujeres a decidir sobre su propio cuerpo? Nada de eso se menciona.

Tercero, porque no define quién ni cómo hará los cambios, sólo promete un “mecanismo donde la ciudadanía incida directamente”.

La ciudadanía ya lo hizo: definió que quiere una nueva Constitución (78% a favor) y que esta sea redactada por una Convención electa, sin participación del Congreso (79% contra la Convención Mixta).

La pregunta es una sola: ¿de ganar el Rechazo, los sectores que volverían a tener poder de veto se aferrarán a él, o convocarán a una nueva Convención elegida por voto popular?

Si comprometen lo segundo, dotarán de credibilidad su campaña.

Si no, cuesta creerlo.