Columna de Daniel Matamala: ¿De qué se trataba todo esto?

Instalación de mesas Proceso Constitucional
5 de Mayo del 2023/SANTIAGO En el Instituto Superior de Comercio, ya se encuentran instaladas las mesas, urnas y cámaras secretas para las votaciones de este domingo. FOTO: SEBASTIAN BELTRAN GAETE / AGENCIUNO


Quince millones de chilenas y chilenos estamos convocados a votar en la elección menos motivante en años. Lo haremos después de una campaña musicalizada por el repicar incesante del tambor del miedo. La franja televisiva fue generosa en voces de entonación dramática e imágenes de terror. Un despliegue de negatividad que no se veía desde la campaña del Sí, en el plebiscito de 1988.

La campaña se centró en lo que los politólogos estadounidenses llaman “puntos de ira”: botones emocionales que encienden nuestros instintos más primitivos, como la rabia, la sensación de agresión y la necesidad de defendernos.

Nuestros políticos nos obligan a votar, y al mismo tiempo no nos dan ninguna razón positiva para hacerlo. Al enmarcar el sufragio desde lo negativo, han construido un escenario propicio para grupos extremos y antisistema que recogerán la protesta de ciudadanos forzados a votar, pero desprovistos de razones para hacerlo con esperanza.

Viendo la campaña, parece que este domingo eligiéramos sheriffs, fiscales o jefes de policía. O, considerando las otras promesas que abundan en ella, a un genio salido de la botella, que nos entregará mágicamente, desde mamógrafos hasta plantas desalinizadoras, desde normas contra conductores ebrios hasta conectividad digital.

En medio de la confusión y el tedio, hay que dar varios pasos atrás. Perder de vista los árboles de la contingencia para recordar de qué diablos se trata todo esto.

Por cierto no se trata de la crisis de seguridad y migración. Tampoco -aunque el presidente de RN quiera plantearlo así- de “plebiscitar” a un gobierno. Ni siquiera se trata de las consecuencias del estallido de 2019 como algunos repiten una y otra vez.

Moleste a quien le moleste, los porfiados hechos nos remiten a medio siglo atrás.

En 1973, la democracia chilena, y la Constitución de 1925 que la regía, fueron destruidas a sangre y fuego por un golpe militar. La dictadura de Pinochet impuso, mediante un plebiscito fraudulento, una Constitución autoritaria, que institucionalizaba su poder omnímodo hasta 1997. Contra todas las chances, la movilización de los chilenos logró torcerle la nariz a ese proyecto, y forzar la entrega del gobierno a un Presidente democráticamente electo.

El precio a pagar por el fin de la dictadura fue mantener la Constitución de Pinochet. Hubo reformas, claro. Las que pudieron consensuarse con la dictadura, primero, y con las fuerzas que la habían apoyado, luego. Se suponía que ese estado de las cosas sería temporal. Por algo se hablaba de una “transición”. Pero lo transitorio se volvió permanente y, tres décadas después, solo hemos tenido reformas parciales. Ninguna solucionó los problemas de fondo, que siguen siendo los mismos.

Primero, el origen ilegítimo de una Constitución nacida de la violencia y el fraude electoral. Segundo, la asimetría que significa que cualquier reforma dependa del poder de veto de un grupo determinado, y no de un consenso alcanzado en igualdad de condiciones.

En 2023 se cumplen 50 años del comienzo del problema, con el golpe de 1973. Y también 40 años del esbozo de la solución. El 22 de agosto de 1983 se presentó el Gran Acuerdo Nacional, que pedía convocar una Asamblea Constituyente, elegida por voto popular. Firmaban desde la Derecha Republicana hasta sectores del Partido Socialista.

La nueva Constitución era una demanda mayoritaria, mucho antes del estallido. Cada vez que una encuesta preguntó al respecto, el resultado fue claro. 71% a favor de una nueva Constitución en 2006 (Humanas), 73% en 2014 (Adimark), 79% en 2015 (Cadem).

También antes del estallido, ocurrieron la campaña para marcar “AC” en el voto, y el triunfo de la Presidenta Bachelet en 2013, con una nueva Constitución como una de sus promesas principales. Ocurrieron los cabildos ciudadanos y, basado en ellos, un proyecto que fue ruidosamente archivado por el ministro Chadwick en 2018: “No queremos que avance el proyecto de nueva Constitución”, proclamó.

Todo eso, hay que insistir, pasó antes del estallido, del Apruebo en el plebiscito de entrada, del Pelado Vade, los votos desde la ducha y las fake news en la Convención, y del Rechazo del plebiscito de salida.

Esa es la historia larga que no debemos olvidar, y que está en juego este domingo.

Es cierto que este nuevo proceso es limitado y poco convocante, que desconfía de los ciudadanos y que da un rol hipertrofiado a un ente designado por el Congreso.

Es cierto que el sistema electoral es injusto y representa mal a los chilenos: la región del Biobío, con 1.347.167 votantes, elige 3 consejeros, mientras que la Araucanía, con apenas 902.289 electores, tendrá 5. Aysén contará con un representante cada 48.968 inscritos. Biobío, uno cada 449.055. Santiago, uno cada 1.179.684.

Pero, con todo, es la alternativa que tenemos a mano para dar vuelta, al fin, la hoja de la dictadura y su Constitución ilegítima.

Por eso son tan irresponsables las palabras de senadores oficialistas como Latorre y Castro, que hablan de votar Rechazo en el plebiscito de diciembre, si los resultados de este domingo no los favorecen. Sería vergonzoso que la izquierda replicara el boicot que hizo la derecha más extrema desde el primer minuto al proceso anterior, simplemente porque no obtenga, en una votación democrática, la cuota de poder que espera.

Este domingo los chilenos hablan. Y a partir del lunes, será tarea de los consejeros electos trabajar en conjunto para completar la tarea. Dejar de lado los puntos de ira, los agravios y las revanchas, para redactar una Constitución que vuelva a ser motivo de unión y no división.

Porque no, esto no se trata de la delincuencia ni del sexto retiro. No se trata de este gobierno, ni de las vanidades de los candidatos presidenciales en ciernes.

Se trata de que tengamos de nuevo, después de medio siglo, un pacto político legítimo y democrático, en que todos podamos sentirnos incluidos.

De eso, y no de otra cosa, se trata todo esto.

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