Columna de Daniel Matamala: Derechos y humanos
“Los argentinos somos derechos y humanos”. Esa frase se imprimió en 250 mil autoadhesivos repartidos por la dictadura argentina para el mundial de fútbol de 1978. Mientras organismos de derechos humanos intentaban crear conciencia sobre los torturados y desaparecidos, el régimen de Videla respondía reduciendo el horror a un juego de palabras ingenioso.
El repertorio a este lado de la cordillera era similar. Ignorar, minimizar, ridiculizar. “Yo no conozco eso de los derechos humanos. ¿Qué es eso?”, preguntaba con su tono ladino Pinochet, para deleite de sus fans. O bien: “Los derechos humanos son una invención muy sabia de los marxistas”. O incluso: “La única solución para el problema de los derechos humanos es el olvido”.
Tras la dictadura, adoptamos el “nunca más” como una norma mínima de convivencia. Nunca más justificar. Nunca más ocultar. Nunca más banalizar los secuestros, las torturas, las mutilaciones, los asesinatos, las desapariciones agrupadas bajo esa expresión que dice tanto y a la vez tan poco: “Violaciones a los derechos humanos”.
Pinochet murió un 10 de diciembre, precisamente el Día Internacional de los Derechos Humanos. Este jueves, la efeméride se celebró con un discurso del Presidente Piñera. Entre sus 1.176 palabras no hubo una sola para referirse a las graves violaciones constatadas durante el último año en Chile por organismos como el Instituto Nacional de Derechos Humanos, Human Rights Watch, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas o Amnistía Internacional.
El INDH cuenta, desde octubre de 2019, 3.023 víctimas de violaciones a los derechos humanos cometidas por agentes del Estado, entre ellos 621 mujeres, y 468 niñas, niños y adolescentes. Ciento 63 son víctimas de trauma ocular, 32 de ellas con pérdida de visión irreversible. El INDH ha presentado 1.730 querellas por apremios ilegítimos, 460 por torturas y 35 por homicidio frustrado, cometidos en su gran mayoría por carabineros.
El discurso del Jefe de Estado, principal encargado de la protección de esos derechos en nuestra República, sólo se refirió a toda esa brutalidad como “los hechos de fines del año pasado”.
A la mañana siguiente, finalmente una alta autoridad del Estado denunció “graves atropellos a los derechos humanos”. No por los baleados ni los mutilados, sino por la quema de cuatro buses. El intendente Felipe Guevara calificó esos incendios como “graves atropellos a los derechos humanos por parte de estos delincuentes”. Luego repitió el concepto: “Condenar con mucha fuerza estos atropellos a los derechos humanos, en el día de ayer, justamente en el día que se conmemora el aniversario de la declaración universal de los derechos humanos del año 48”.
Lo que dijo Guevara es una aberración. La violación a los derechos humanos es, según nuestra legislación y según tratados internacionales que Chile se ha comprometido a respetar, la acción de agentes del Estado (o de agentes paraestatales con un poder similar) contra los ciudadanos. No de unos delincuentes contra micros.
Eso Guevara lo sabe, por supuesto. También lo sabe Mijaíl Bonito, representante de Chile ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, quien negó los abusos policiales y, en cambio, denunció “un conjunto de daños a los derechos humanos de todas las personas vandalizadas” en disturbios y saqueos.
Y también lo sabían Pinochet y Videla. Pero la táctica es la misma. Minimizar, banalizar, confundir. Convertir los derechos humanos en un bolsillo de payaso donde quepa cualquier cosa. En una expresión medio ridícula. Una broma en código, para deleite de quienes exigen que Chile “se salga de los derechos humanos”, como quien se deshace de un cargante Pepe Grillo.
Según el INDH, 986 de los casos han ocurrido en la Región Metropolitana, de la que Guevara es intendente desde el 30 de octubre del año pasado, cuando asumió proclamando que “el primer derecho humano es la seguridad”. Desde entonces, no ha mostrado empatía hacia las víctimas de abusos; ha dicho, en cambio, que “el funcionamiento de la ciudad es un derecho humano fundamental”.
Mientras, desde la otra trinchera política, se pervierte otro término de enorme relevancia. El de “presos políticos”. Un proyecto de amnistía presentado por senadores de oposición califica como tales a los autores de una larga serie de delitos, que incluyen el homicidio frustrado y el incendio con resultado de muerte, siempre que haya “indicios” de que se hayan cometido “en protestas, manifestaciones o movilizaciones sociales, o con ocasión de estas”.
Por cierto, hay casos de prisiones preventivas demasiado prolongadas, en que la justicia debe ser más ágil. Pero de ahí a plantear una amnistía general hay un abismo. De ser aprobada, la amnistía podría liberar a John Cobin, el “pistolero de Reñaca”, condenado a 11 años de cárcel por homicidio frustrado tras disparar contra un grupo de manifestantes. O garantizar la impunidad en el caso de Juan Barrios, transportista muerto cuando su camión fue atacado con bombas mólotov.
¿Un extremista que sale a disparar contra civiles desarmados en la calle es un “preso político”? ¿Lo son quienes incendian un camión con un trabajador en su interior? Para algunos parlamentarios de oposición, al parecer sí.
Quienes quemaron cuatro micros este 10 de diciembre no son violadores de los derechos humanos. Tampoco, si son atrapados, serán presos políticos. Son delincuentes comunes que merecen un juicio y castigo de acuerdo a la ley. Aunque nuestras autoridades estén empeñadas en corromper el significado de conceptos que significan tanto para la convivencia en un país civilizado.