Columna de Daniel Matamala: El Caval de Boric
Boric no puede arreglar como opinólogo lo que estropeó como Presidente.
El verano de 2015 estalló un escándalo que liquidaría políticamente al penúltimo gobierno de izquierda que ha habido en Chile. La revista Qué Pasa informó que el Banco de Chile había otorgado un crédito por 10 millones de dólares a la nuera de la presidenta Bachelet, un día después de su triunfo en las elecciones presidenciales.
Ello, tras una reunión en que habían participado el hijo de Bachelet, Sebastián Dávalos, y el dueño del banco, y cabeza del mayor grupo económico de Chile, Andrónico Luksic.
Ese gobierno hacía campaña para sacar adelante sus reformas con spots que denunciaban la oposición a ellos de “los poderosos de siempre”. La contradicción entre el discurso contra esos poderosos, y el hecho de que la familia de la presidenta se beneficiaba de su trato privilegiado con el mayor símbolo de esos poderosos, fue un bocado imposible de tragar para la opinión pública.
Bachelet cometió dos errores políticos fatales.
El primero había sido previo: designar a su problemático hijo a cargo de la Dirección Sociocultural de la Presidencia, la oficina de la Primera Dama, con sede en La Moneda. Al hacerlo, mezcló la relación familiar con la política, e instaló el escándalo en el corazón del Palacio.
Su segundo error fue posterior: su lenta y errática reacción al escándalo. Intentó proteger a Dávalos, dejó crecer la crisis y su tardía respuesta (“me enteré por la prensa”) no convenció a nadie.
De ambos errores, Bachelet solo pudo culparse a sí misma. Cuando nombró a Dávalos en La Moneda, muchos le señalaron que estaba instalando una bomba de tiempo en su gobierno. Y tras los hechos, desoyó los consejos de quienes le advertían que debía reaccionar con decisión.
Al gobierno de la Nueva Mayoría le quedaban aún tres años, pero en términos de iniciativa política, ya no volvió a recuperarse nunca más.
Casi una década después, el siguiente gobierno de izquierda hace agua por un escándalo muy diferente, pero con un punto en común: es la desastrosa gestión personal del presidente la que ha convertido un caso grave en una crisis política mayúscula.
Tal como Bachelet en 2015, hoy Boric no tiene a nadie a quien culpar, salvo a sí mismo.
Judicialmente, por cierto, ambos casos son muy diferentes. Caval era una eventual estafa que se fue desvaneciendo en condenas remitidas para algunos de sus protagonistas.
El caso Monsalve, en cambio, es una denuncia de violación que tiene al ex sheriff antidelincuencia tras las rejas. Hasta ahí, una gravísima investigación contra un alto funcionario, no contra la familia presidencial, lo que en teoría hacía mucho más fácil separar aguas entre el presidente y el subsecretario.
Como sabemos, Boric hizo exactamente lo contrario. En vez de poner cortafuegos entre la crisis y la oficina de la Presidencia, como dicta el más básico curso de política 1.0, se expuso personalmente a recabar antecedentes con Monsalve, y le permitió seguir en el cargo por dos días, compartimentando la información en un cerrado círculo de yes men.
Monsalve recién salió del cargo después de que la denuncia se hiciera pública. Y lo hizo declamando su inocencia en el Palacio de La Moneda. Para un gobierno que había hecho del feminismo uno de sus sellos de identidad, la contradicción entre el decir y el hacer es demasiado evidente.
¿De qué sirve llenar ministerios y subsecretarías con decenas de asesoras de género, si a la hora de los quiubos se actúa como siempre, defendiendo a los poderosos y desprotegiendo a las vulnerables?
¿De qué sirve tener a la ministra de la Mujer en el comité político, si se le oculta la información sobre un caso en que debía ser la primera consejera en ser escuchada?
¿De qué sirve que el presidente diga, semanas después, que “yo le creo” a la denunciante, tras haber creído a pies juntillas el inverosímil relato de Monsalve?
Cuando Monsalve fue arrestado, Boric destacó que “en Chile nadie está sobre la ley”, y cuando la justicia decretó prisión preventiva, que “fue la decisión correcta”. Esas declaraciones solo subrayan lo evidente: que si nadie está por sobre la ley, no es gracias a las acciones del presidente, sino a pesar de ellas.
Boric no puede arreglar como opinólogo lo que estropeó como presidente.
No creyó la denuncia, o hizo como que no la creía. No impidió que Monsalve siguiera usando su cargo contra la justicia y contra la denunciante. No hizo nada por proteger a la víctima, funcionaria del mismo Palacio. No informó a la ministra de la Mujer, a la vocera de Gobierno ni a las demás autoridades relevantes.
Tal vez el único consuelo es que, a diferencia del de Bachelet, este gobierno ya había arriado sus banderas hace tiempo.
Ya se había resignado a no cumplir sus promesas más relevantes, mucho antes de esa tarde fatal en que el presidente escuchó a su subsecretario relatar un cuento inverosímil, y decidió creerle. O hacer como que le creía.
Ahora tenemos a un presidente desgastado en su credibilidad, y una administración encargada de responder a cuentagotas cada uno de los detalles que emergen sobre quién sabía qué, y quién hizo qué.
Luppy Aguirre, Cristina Vilches e Ilse Sepúlveda han sido despedidas por el caso, en Interior y la PDI. Mientras mujeres en los mandos medios pagan los platos rotos, el círculo de yes men presidenciales sigue en sus cargos.
Pase lo que pase, el nudo principal ya es imposible de desatar: el presidente supo desde el principio. Y el presidente no hizo nada. La responsabilidad política es toda suya.
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