Columna de Daniel Matamala: “El hombre enfermo de América”
“La expresión “el hombre enfermo de Europa” se popularizó en el siglo 19 para referirse al decadente Imperio Otomano. La expresión, acuñada por el zar Nicolás I de Rusia, se refería a los efectos desestabilizadores del declive otomano sobre toda Europa. Desde entonces, el término se ha convertido en un tópico que se cuelga a cada país cuya decadencia afecta a sus vecinos.
Pero en estos días el verdadero “hombre enfermo” de occidente está en América.
Es Venezuela.
El colapso económico y social provocado por la dictadura de Nicolás Maduro es considerado por expertos como el peor derrumbe en décadas de un país que no esté viviendo una guerra. El desempleo, la hiperinflación, la violencia, la represión política y la miseria han llevado a cerca de ocho millones de venezolanos a emprender un éxodo que organismos internacionales califican como el más grande en la historia del continente.
Es una crisis que afecta a toda América. La migración de millones de personas en tan breve tiempo tiene un efecto desestabilizador sobre cualquier sociedad, y así está ocurriendo en países como Colombia, Ecuador, Perú y Chile.
Ha pasado una década desde que la huida comenzó a cobrar características de éxodo. Pero aún los países de América son incapaces de abordar el problema en conjunto. Donde necesitamos políticas racionales y coordinación internacional, tenemos dirigencias que usan el tema venezolano como un arma arrojadiza en la guerrilla partidista interna.
En nuestro país, la campaña de 2017 vio el nacimiento del concepto “Chilezuela”, acuñado por partidarios de Sebastián Piñera para descalificar a sus adversarios.
Luego, Piñera usó la diáspora para posicionarse como líder internacional contra Maduro. Anunció que “vamos a seguir recibiendo venezolanos en Chile, porque tenemos un deber de solidaridad”. En su cuenta pública ante el Congreso, anunció a los venezolanos que “Chile es y seguirá siendo el asilo contra la opresión”.
El exembajador en Caracas, Pedro Ramírez, advertía que “cerca de 450 mil venezolanos están solicitando antecedentes para poder trasladarse a Chile”. La oposición a Maduro decía que “Chile es uno de los países donde la mayoría de los venezolanos están tratando de llegar”.
Lo prudente habría sido bajar la retórica. Pero, incluso en 2019, la vocera Cecilia Pérez declaraba que se les seguiría recibiendo “hasta que el país lo resista”.
Luego, el Presidente Piñera fue convencido de que sería protagonista del derrumbe del régimen. Fue a Cúcuta, esperando que una multitud atravesara la frontera, con la complicidad de los militares venezolanos, y Maduro cayera ese mismo día.
Mejor aconsejados, presidentes frontalmente opuestos a Maduro, como Bolsonaro, Macri y Vizcarra, se restaron; lo mismo hizo el vicepresidente de Estados Unidos. Piñera se quedó solo junto al Presidente de Colombia, como la cara internacional del fiasco.
La página negra de Cúcuta es una lección sobre lo que ocurre cuando se actúa con voluntarismo, sin escuchar a los expertos en diplomacia, en una crisis de esta magnitud.
La oposición de entonces, hoy oficialismo, también ha sido parte del problema. Por años, tuvo una actitud ambigua ante el régimen venezolano, que oscilaba entre la admiración por su proyecto y el negacionismo frente a su carácter dictatorial.
Ya en el gobierno, tampoco ha sido capaz de definir una política de Estado. Más bien ha dado palos de ciego, al parecer condicionado por la consideración que el Partido Comunista sigue teniendo por el régimen de Maduro, al que la línea oficial del PC se resiste a calificar de dictadura.
Entre el oportunismo y la imprevisión, la crisis del hombre enfermo de América golpea fuerte a Chile: problemas sociales por la migración masiva, penetración de bandas criminales importadas y, ahora, la tesis de Fiscalía sobre un “móvil político” que se “originó en Venezuela”, como línea de investigación en el asesinato del exmilitar disidente Ronald Ojeda.
Si se confirma el involucramiento del régimen de Maduro en un crimen cometido en Chile, sería un hecho de la máxima gravedad. Lamentablemente, las reacciones políticas siguen aportando mucho ruido y poca estrategia.
Aquí cabe recordar otro episodio: el reconocimiento de Juan Guaidó como “presidente encargado” de Venezuela. En teoría sonaba bien: Maduro es un dictador, y había que apoyar a las fuerzas democráticas que se le oponían.
Pero en la práctica fue un desastre: para su gestión del día a día, los gobiernos deben relacionarse con quienes realmente controlan sus países, no con autoridades simbólicas. La aventura de Guaidó terminó con la disidencia fracturada y con un Maduro más fortalecido que nunca.
Hoy pasa algo similar. Compitiendo por quién da la cuña más indignada, los políticos exigen cerrar las fronteras y romper relaciones diplomáticas con Venezuela. Al mismo tiempo, exigen la extradición de los dos sospechosos del crimen (que debe conceder el país con el que quieren romper relaciones), expulsar a los migrantes irregulares (que deben ser recibidos por ese mismo país), y denunciar el caso Ojeda ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (instancia de la que los mismos políticos exigían que Chile se retirara).
Es la diferencia entre competir por quien grita más fuerte, y tomar decisiones en el áspero mundo de la realpolitik internacional.
Chile debe usar todas sus herramientas diplomáticas, económicas y políticas de presión. Para eso, lo primero es recuperar nuestra tradición de unidad interna en temas de Estado. No más trincheras ni frases para la galería. Tal como ocurrió en las demandas de La Haya o la guerra de Irak, corresponde que el Presidente convoque a todas las fuerzas políticas, y las involucre en una estrategia de Estado en este asunto.
Y como somos un país pequeño, dependemos de la coordinación con otras naciones, y con los tan vilipendiados organismos internacionales, para acumular poder y presionar de manera efectiva a una dictadura que sólo responde al lenguaje de la fuerza.
Son pasos ineludibles ante la descomposición de un régimen que amenaza con enfermar a todo un continente.