Columna de Daniel Matamala: El robo de Gil
El sábado pasado, el presidente de la Clínica Las Condes (CLC) irrumpió en el vacunatorio del centro asistencial exigiendo que se le aplicara una tercera dosis de la vacuna Pfizer contra el Covid.
“Se dirige Alejandro Gil Gómez hablando por teléfono, toma asiento en el box, pasando por alto la espera de pacientes ingresados previamente”, escribieron en su reporte las enfermeras a cargo, quienes le advirtieron que estaba cometiendo una irregularidad. Pero Gil y la gerenta de Enfermería, que lo acompañaba, las forzaron a inocularlo.
En los días siguientes, el sujeto intentó encubrir sus actos. Presentó un certificado médico fechado dos días después, emitido por el cardiólogo y accionista de la CLC, Héctor Ducci. La jefa de servicios ambulatorios, Leticia Ortiz, quien reportó el hecho a la autoridad sanitaria, fue despedida. También salieron de sus cargos las enfemeras afectadas y la presidenta de la Asociación Médica de la CLC, Viviana Herskovic.
Estas mujeres valientes debieron sufrir las consecuencias del abuso de poder de Gil. “Si nosotros no hubiéramos reportado, quizás no se hubiera sabido”, dijo Ortiz. “Estoy consternada y avergonzada. El miedo ha hecho que la línea de lo tolerable se desplace”, indicó Herskovic.
Es que este es uno más en la serie de abusos que Gil ha implantado en la CLC. El sujeto no tiene educación superior ni mayor experiencia en el rubro. Hay un solo punto en su currículum que explica cómo llegó a presidir una de las clínicas más importantes de Chile: es pareja de la dueña de la empresa. Su año y medio de gestión se caracteriza por una razia contra profesionales que no sean lo suficientemente serviles, que ha obligado a una larga lista de prestigiosos médicos a salir de sus cargos. Además, ha presentado denuncias contra el Estado por las atenciones médicas de la pandemia, y contra exejecutivos que tuvieron el atrevimiento de enfrentarlo. La última de ellas se dirige contra el exgerente general Fredy Jacial, por haber aceptado pacientes Covid Fonasa “en exceso”.
La querella de Gil detalla que el 11 de junio de 2020, la CLC admitió 64 pacientes más de los obligatorios según el convenio con el Estado. Esos chilenos cuyas vidas estaban en riesgo en medio del colapso de la red sanitaria, para Gil “son pacientes Fonasa derivados que CLC no debía haber admitido”.
Para la moral de Gil, salvar vidas en medio de una pandemia es causal de despido, querella y, ojalá, condena judicial.
Para el mismo Gil, robarse una vacuna comprada por el Estado de Chile y destinada a una niña o un niño no es problema alguno.
En cualquier empresa con mínimos estándares, un sujeto como este debería haber renunciado de inmediato. En cambio, CLC respaldó a Gil, justificando su robo “en razón de ser una persona con alto riesgo de contagio y variadas preexistencias”.
“Yo tengo entendido que don Alejandro presentó un certificado médico, de un médico de prestigio de la clínica”, fue la patética reacción del ministro de Salud tras conocerse el robo. Afortunadamente, luego el gobierno rectificó y presentó una denuncia ante la fiscalía por “apropiación indebida” de una vacuna destinada “a niños, niñas y adolescentes”.
El camino judicial es incierto: nuestro Código Penal es explícito para condenar a los que hurtan gallinas, pero enrevesado para perseguir a los ladrones de cuello y corbata. La sanción social -tan poderosa en élites más democráticas- tampoco funciona en nuestra clase dirigente, donde ni Gil ni la empresa que lo defiende han recibido un reproche generalizado.
Arropados por la solidaridad de clase de sus pares, en Chile los victimarios suelen tener la desfachatez de posar como víctimas. El evasor de impuestos Carlos Lavín se describió a sí mismo como portador de “la virtud de la generosidad” y “víctima de imperdonable desigualdad de trato” tras ser condenado a clases de ética. El exministro de Educación Gerardo Varela exaltó al socio de Lavín en el crimen, “Choclo” Délano, como un “Gulliver amarrado por los liliputienses”, y lo comparó con Gabriela Mistral por recibir “el pago de Chile”.
El dueño de Agrosuper, Gonzalo Vial, birló junto a sus cómplices 1.500 millones de dólares a los chilenos en la colusión del pollo. Atacó a los fiscalizadores que lo descubrieron (“nunca han producido nada ni le han dado trabajo a nadie”) y afirmó que, antes de él, “la gente modesta no comía carne en Chile”. Cuando la Papelera protagonizó otra colusión, la Sofofa la liberó de todo reproche, considerando que “la empresa afectada procedió a implementar un conjunto de medidas”. Acto seguido, eligió al director de la “empresa afectada”, Bernardo Larraín Matte, como su nuevo presidente.
Tras expulsar con amenazas a tres mujeres de “su jardín” (una playa pública colindante a su fundo), Matías Pérez acusó a las víctimas de ser “provocadoras”, se quejó por ser “funado y denostado de manera grosera” y “artera”, amenazó con acciones legales y anunció que, cual Jesucristo, “pondré la otra mejilla”.
¿Por qué estos sujetos sienten que pueden actuar con tal impunidad? Tal vez la explicación resida en una estructura mental que, como sostiene el historiador José Bengoa, ha sobrevivido a la “modernización compulsiva” de nuestra sociedad. Esta ve a Chile como una “gran hacienda”, un sistema social de posiciones inamovibles, “con funciones diferenciadas y altamente jerarquizadas”.
Esta “continuidad subterránea del ethos hacendal”, en palabras de la investigadora Kathya Araujo, cristaliza en el modelo del “patrón de fundo”, un modo de ejercer la autoridad por la simple fuerza de la voluntad, sin sujeción a normas externas, que sigue siendo celebrado en ciertas capas dirigentes como modelo de liderazgo, fuerza e -incluso- masculinidad.
La miseria humana existe. Gil es la viva prueba de ello. Y en pleno siglo XXI, en esta gran hacienda llamada Chile, estos sujetos aun calculan que pueden salirse con la suya.
Lo peor del caso es que, a la luz de ocurrido en estos días, tal vez Gil tenga razón.
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