Columna de Daniel Matamala: La clase de oro
El presidente Boric pateó el tablero político al develar el “plan B” del gobierno ante un eventual triunfo del Rechazo. Hasta ahora La Moneda se había negado a ponerse en ese caso, pero las encuestas obligaron a cambiar el discurso. En esa alternativa, dijo Boric, “tiene que haber un nuevo proceso constituyente”, con “un órgano 100% electo para ese fin”.
La declaración descolocó a los más radicales en ambos bandos. En el Apruebo, hablaron de “traición”, imputaron al Presidente de “hacer campaña para el rechazo”, le pidieron guardar “silencio”, e interpretaron que “detrás de Boric gobierna Lagos”.
En el Rechazo, lo acusaron de “engaño”, “vergüenza”, “descaro”, y de querer “cumplir su plan de monopolizar el camino a la destrucción del país” (todas estas joyas verbales son frases textuales de exconvencionales y parlamentarios).
En los partidos de Chile Vamos hay consenso en que, de ganar el Rechazo, serán ellos quienes definan el camino a seguir. “Que no se pase de revoluciones el Presidente, porque esa decisión la vamos a tomar los parlamentarios”, notificó la diputada RN Camila Flores.
Legalmente, tienen toda la razón. Si gana el Rechazo, la Constitución de 1980 sigue vigente. Cualquier cambio depende de un nuevo acuerdo entre los partidos políticos, refrendado por una mayoría calificada de diputados y senadores.
Y aquí es donde la discusión se vuelve pantanosa.
Hasta ahora, Chile Vamos se ha limitado a proponer diez ideas generales de reforma, y hablar de un vago “mecanismo donde la ciudadanía incida directamente”.
Pero el Congreso no tiene legitimidad para llevar adelante los cambios. La participación de los parlamentarios fue rechazada por paliza en el Plebiscito de 2020, donde apenas un 21% votó por la Comisión Mixta.
Ante esta realidad, han sacado un conejo del sombrero. “Yo estoy por un comité de expertos, en lo posible de universidades de prestigio”, dice la senadora RN María José Gatica. El expresidente de la UDI Ernesto Silva pide convocar “a un grupo de expertos, que ojalá sea aprobado por el Congreso, para proponer ajustes”. Ese texto luego sería sometido a plebiscito.
La idea de los expertos luce bien en contraste con la ignorancia que exhiben ciertos exconvencionales. La última fue su expresidenta, Elisa Loncon, quien, en dos foros universitarios, insistió en que la expropiación sólo procede “cuando la persona que tiene esa tierra la quiera vender” y que si el dueño “no la quiere, no se hace”.
De ser una idea, sería de un neoliberalismo tan extremo, que ni la Constitución de 1980 se atrevió a plasmarla. Bastaría que un propietario se negara a vender, para impedir la construcción de una línea de Metro, una carretera o un parque. Algo que haría sonrojar hasta a Milton Frideman. Pero no, no es una idea, es simple ignorancia repetida una y otra vez.
Entonces, no es de extrañar que algunos sondeos (UDD, Data Voz, Feedback) muestren respaldo a formar una comisión de expertos. Ante el cansancio por una democracia desordenada, lenta y confusa, aparece la tentación de reemplazarla por una tecnocracia. En La República, Platón abogaba por una “sofocracia”, el gobierno de una “clase de oro” formada por filósofos (“amantes de la sabiduría”), con las capacidades necesarias para guiar la sociedad, “tal como un capitán gobierna un barco”. La democracia, en cambio, era un error, ya que “en un barco no debería decidir el más popular, ni las creencias populares, pues no por ser mayoría conocerán el camino”.
Pero eso supone que hay sólo un camino correcto para las sociedades, y que los sabios lo conocen. También supone que esos sabios no tienen sus propios intereses, sesgos e ideologías, y que no estarán al servicio de ciertos grupos poderosos. Nada de ello es cierto. Una Constitución no es un asunto técnico. Es la base del pacto social, en que se definen preferencias políticas, distribución de poder y prioridades.
Los técnicos no tienen “la” respuesta correcta, porque esa respuesta no existe.
¿Es mejor un estado subsidiario o uno solidario? ¿Qué derechos deben ser reconocidos por la Constitución? ¿Qué tanto poder deben tener el Presidente y el Congreso? ¿Es recomendable o no la plurinacionalidad? ¿Debe asegurarse o no la paridad en todos los organismos públicos? No hay una respuesta “correcta” o “incorrecta” a esas preguntas. Los expertos pueden informar los pros y contras de cada una de las opciones, pero finalmente la respuesta es política, y recae en el pueblo y sus representantes.
En contraste, qué paradojal sería que un proceso gatillado por la reacción a un comité de expertos (el que decidió subir en 30 pesos la tarifa del transporte público), terminara delegando la solución a otro comité de expertos.
Además, ¿quién elegiría a esos “sabios”? El Congreso, vía cuoteo político. La misma fórmula con que se elige la “clase de oro” que forma el Tribunal Constitucional, una institución partisana en que cada partido pone a los suyos. Ni hablar de los “expertos” que los parlamentarios contratan como asesores con dinero público, donde suelen primar operadores políticos, campañeros y amigos de los amigos, además de “sabios” de supuestos centros de estudio financiados en secreto por el poder económico, como Libertad y Desarrollo o Chile 21.
Perdón por el spoiler, pero el guion ya lo conocemos. Tras el acuerdo del 15 de noviembre de 2019, el Congreso designó a una “mesa técnica” de expertos para implementar el acuerdo. El método fue el de siempre: cuotas para que cada partido ponga a los suyos. Le tocaron dos “técnicos” a la UDI, dos a RN, dos a Evópoli, uno a la DC, uno al PPD, uno al PS, uno a RD, etcétera.
¿Así, en una oficina con personas cuoteadas por los partidos, queremos que se escriba la nueva Constitución?
El súbito amor de los parlamentarios por la “clase de oro” de los expertos (un amor platónico, podríamos decir), no es más que una fachada. Una forma torcida de sacar las castañas con la mano del gato, y apropiarse del poder constituyente que pertenece a los ciudadanos.
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