Columna de Daniel Matamala: La vida tranquila

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"En Chile necesitamos políticos y gobiernos con el coraje para amenazar esa 'vida tranquila' de unos pocos poderosos. Y garantizar así una vida más tranquila para los que nos deberían importar: los millones de chilenos que pagan, de su bolsillo, las rentas de esos monopolistas".



En pocos días se cumplirá un aniversario que no debe pasar desapercibido: hace tres décadas, el 27 de agosto de 1994, comenzó a funcionar en Chile el multicarrier para llamadas de larga distancia.

Un hito que nos enseña qué pasa cuando se rompe un monopolio. Y nos advierte cómo los intereses de otros monopolios siguen coartando nuestro desarrollo, y perjudicando a los bolsillos de millones de chilenos.

Hace 30 años, la ley del multicarrier cambió las reglas del juego. La lógica era simple: antes de marcar un número, cada usuario podría elegir una empresa, marcando los tres dígitos de ese carrier. Esta compañía pagaría un “peaje” al dueño de la línea, y cobraría al consumidor.

El negocio era jugoso, y la televisión de la época se llenó de pegajosos jingles del 123 de Entel, los “ochitos” del 188 de Telefónica, o la “llama” del 181 de Bellsouth. El efecto fue inmediato, e impresionante: los precios bajaron en 80%, y las llamadas internacionales pasaron de 63 millones de minutos en 1994, a 113 millones en 1995, y 215 millones en 1998.

Solo por el cambio de un monopolio a un mercado competitivo, los chilenos pasaron a hablar tres veces más por larga distancia, y a pagar cinco veces menos por cada minuto hablado.

Lo mismo ocurrió cuando se liberó el mercado de los celulares, permitiendo que distintas empresas paguen un “peaje” por usar las torres de telefonía: la competencia se abrió, los precios cayeron y el consumo aumentó.

A propósito del gran apagón, todos hemos recordado que Enel o CGE tienen el monopolio de la distribución eléctrica en sus zonas, y cómo eso afecta a los consumidores cautivos, obligados a seguir atados a una empresa, sin más alternativa que rumiar su indignación.

Pero eso no es una condena. De hecho, poco después de que se instaurara el multicarrier telefónico, Chile estuvo a punto de implementar también un “multicarrier eléctrico”.

La idea es similar: distintas empresas le compran energía a los generadores, pagan un peaje al distribuidor por usar las líneas eléctricas, y ofrecen planes y tarifas a los hogares, que así podrían elegir entre diferentes compañías, tal como lo hacían entre el “123″, el “188″ o el “181″.

El proyecto fue parte de la “agenda pro-crecimiento”, conversada entre el gobierno y los grandes empresarios en 2001. “Estábamos de acuerdo los técnicos de gobierno y de la Sofofa”, me contó esta semana, en el podcast Lo Que Importa, el economista Eduardo Saavedra. “Pero entonces llegaron representantes del gremio distribuidor, y dijeron ‘nos oponemos completamente’. Y el tema se sacó de la agenda”, recuerda Saavedra.

Desde entonces, pese al acuerdo técnico, ha sido políticamente imposible implementarlo.

Los expertos que impulsaron esta idea, antes de que el lobby metiera la cola, eran del gobierno de Ricardo Lagos. En 2011, el Presidente Piñera lo anunció en su cuenta pública, prometiendo que abarataría costos para las familias chilenas.

En 2013 fue una de las propuestas de consenso del grupo transversal de expertos “Res Pública”, formado por economistas cercanos a la derecha como Juan Andrés Fontaine y Klaus Schmidt-Hebbel, y otros cercanos a la izquierda como Dante Contreras y Andrea Repetto.

Y en 2020, en el segundo gobierno de Piñera, volvió a anunciarse. Pero la presión de los monopolios siempre ha sido más fuerte.

Esta competencia existe hace décadas en países europeos, como el Reino Unido y España, y no solo en el mercado eléctrico, sino también en el gas de cañería. El “multicarrier del gas” fue propuesto también por una comisión transversal de economistas, tras el informe de la Fiscalía Nacional Económica (FNE) que mostraba los graves problemas en el actual monopolio. Pese al consenso de los expertos, esta idea duerme el sueño de los justos.

Y las áreas de privilegios indebidos suman y siguen. Los notarios son otros incumbentes que obtienen ganancias fabulosas por la falta de competencia. En 2018, la FNE declaró que “el sistema notarial requiere una reforma profunda y estructural y no un simple maquillaje”; abrir la competencia le ahorraría al país 149 millones de dólares anuales.

Pero la trenza de poder de los notarios, con sus influencias y lazos familiares en el Congreso y el Poder Judicial, sigue siendo un nudo imposible de desatar. En estos días, un modesto proyecto de ley al respecto está siendo obstaculizado por un lobby nada de sutil de parlamentarios que defienden su derecho a que sus familiares se lleven estos apetecidos puestos.

Cosa parecida ocurre con la reserva de cabotaje, que impide a empresas extranjeras ser parte del mercado de transporte marítimo dentro de Chile. La norma, insólita en un país que se vanagloria de abrir sus puertas a la inversión internacional, ha sido defendida por décadas por un eficiente lobby.

En abril, hablando en el Congreso, el exministro de Hacienda Ignacio Briones, quien intentó modificar ese privilegio, sinceró el debate. “Los principales opositores son los camioneros, que obviamente se benefician de tener cerrado el cabotaje y les encanta que este mercado esté restringido. Y también la Armada, que históricamente se ha opuesto y yo supongo y sospecho -con las conversaciones que tuve cuando fui ministro- que es por proteger el empleo de sus exoficiales”.

Briones calcula que la reserva de cabotaje le cuesta al país entre 300 a 400 millones de dólares anuales, gran parte de los cuales los pagamos todos en el precio de los productos de consumo básico. De eliminarse, los precios del transporte caerían un 40%, además de tener “menos camiones en las carreteras, menos congestión y menos contaminación”, dice Briones.

El Nobel de Economía John Hicks decía que el mayor beneficio de un monopolista es “tener una vida tranquila”, en que las ganancias están aseguradas y la presión por ser más eficiente y servir mejor a sus consumidores no existe.

En Chile necesitamos políticos y gobiernos con el coraje para amenazar esa “vida tranquila” de unos pocos poderosos.

Y garantizar así una vida más tranquila para los que nos deberían importar: los millones de chilenos que pagan, de su bolsillo, las rentas de esos monopolistas.

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