Columna de Daniel Matamala: Loco
Destrucción mutua asegurada. “Mutual assured destruction”, o MAD, o sea “loco”. Ese fue el concepto que mantuvo al mundo aferrado a la cornisa durante la Guerra Fría.
La idea era que ambas superpotencias, Estados Unidos y la Unión Soviética, supieran que cualquier ataque nuclear sería contestado, de forma que la destrucción de uno suponía también la destrucción del otro.
La conclusión es que cualquier líder racional se abstendría de provocar el Apocalipsis. Y esa característica (“racional”) fue parte del juego sicológico entre estadounidenses y soviéticos. Richard Nixon aplicó la teoría del “madman” (“hombre loco”), como él mismo la bautizó, pidiendo a sus asesores que lo mostraran como un desequilibrado en sus diálogos con norvietnamitas y soviéticos (“no podemos controlarlo cuando está furioso y tiene su mano en el botón nuclear”). En 1969, ordenó una alerta roja, con sus bombarderos nucleares bordeando la frontera soviética, mientras sus diplomáticos advertían a la URSS que “el loco está suelto”.
La estrategia se mezclaba con los verdaderos problemas mentales de Nixon, lo que la hacía más creíble. Si el dueño del botón nuclear estaba loco, sería mejor no provocarlo.
El fin de la Guerra Fría hizo que MAD y los locos pasaran a un segundo plano. Se entendía que el predominio de Estados Unidos y la globalización de la economía hacían impensable una guerra mundial. Si dependían los unos de los otros, si los intereses económicos eran globales, la paz convendría a todos los involucrados.
Y sin embargo, aquí estamos. En 2022, por primera vez desde la II Guerra Mundial, una gran potencia europea ha lanzado una invasión a gran escala para conquistar y someter a otro país, usando bombardeos, ataques a población civil, y control del territorio por tanques e infantería. Una guerra del siglo XVIII en su lógica, y del siglo XX en su ejecución, pero en la era de TikTok, YouTube y el Nasdaq.
MAD sigue vivo. Rusia tiene armas nucleares suficientes para destruir la civilización. Y por eso, tal como los soviéticos lo hacían con Nixon, hoy el mundo entero se pregunta qué pasa por la mente de Vladimir Putin.
“Putin está loco”, me dice Marina, una estudiante que trabaja como voluntaria en un improvisado taller de confección de bombas molotov en un parque de Úzhgorod, Ucrania. Lo mismo me repiten varios de los migrantes que atestan estaciones de trenes, pasos fronterizos y centros de refugiados. “Putin está loco”, asegura con desesperación Victoria, quien viene escapando de la destrucción de su pequeña ciudad, Irpin, donde pasó una semana escondiéndose de los ataques en el baño de su departamento, con su hija y sus dos gatos. Otros alternan el diagnóstico con el insulto, un grito en ucraniano que es omnipresente en estos días: “Putin huylo”.
Desde que llegó al poder hace 22 años, Vladimir Putin se hizo la fama de un estratega frío y despiadado, un ajedrecista que siempre iba varias jugadas más adelante que sus rivales. Así destruyó, uno a uno, a los oligarcas que se habían beneficiado del saqueo del Estado soviético, para instalar a sus propios hombres a cargo de las riquezas rusas. Encarceló a los díscolos en juicios de parodia, reprimió a opositores, acalló a la prensa, envenenó o asesinó a los que eran una piedra en su zapato. Y usó las armas, claro que sí: su ascenso al poder se debió a su despiadado manejo de la segunda guerra de Chechenia, en que atacó sin misericordia a la población civil.
En 2014, movió de nuevo sus piezas con frialdad para desmembrar Ucrania. Al sur, anexó Crimea, y al este, dejó en manos de gobiernos títere la zona del Dombás. Occidente apenas reaccionó.
Pero en 2022, Putin falló en su apuesta. El eximio ajedrecista más bien pareció un rústico luchador que arremetió sin pensar en las consecuencias. Putin subestimó la voluntad de resistencia de la élite política y militar y del pueblo ucraniano, y también la capacidad de los líderes occidentales para unirse en un paquete de represalias sin precedentes, que han convertido a Rusia en un país paria, y han golpeado de manera demoledora su economía.
¿Está actuando racionalmente Putin? ¿O nos hemos encontrado con el temido loco que pondrá al mundo al borde de una conflagración nuclear?
Desde hace un tiempo, analistas venían advirtiendo que el aislamiento que se había autoimpuesto Putin, temeroso de contagiarse de COVID, parecía haber afectado su personalidad. Su discurso se volvió cada vez más paranoico, con largas disquisiciones sobre la grandeza perdida por Rusia.
Las sanciones económicas, si bien golpean duramente a los rusos comunes y corrientes, no tocan tanto a Putin y a su estrecho círculo de confianza. Como muestra un análisis de The Economist, en los últimos años el líder ruso y sus halcones han volcado sus intereses económicos hacia dentro de un país que se ha vuelto más autárquico.
¿Qué hará Putin ahora? ¿Buscará una salida en tablas, como lo hace un avezado ajedrecista cuando admite que la partida ya no le es favorable? ¿O seguirá adelante como un ludópata que sólo sabe doblar su apuesta? ¿Pensará que con más ataques a civiles y más retórica incendiaria podrá, ahora sí, doblegar la resistencia de Ucrania y de la OTAN?
Ya estamos en el límite. Los tanques rusos avanzan a sólo kilómetros de la frontera de la Unión Europea. Moscú ataca centrales nucleares. Mientras, 20 países de la OTAN envían cohetes, misiles y pertrechos hacia Ucrania. El equilibrio es cada vez más precario, y cualquier chispa puede desatar una conflagración mayor.
Para Gideon Rachman, del Financial Times, la imagen “paranoide” que ha mostrado Putin puede ser, a lo Nixon, una estrategia para intimidar a sus rivales. “La línea entre estar loco y actuar como loco puede ser desconcertantemente delgada”, dice.
“A veces es muy sabio simular locura”, escribió Maquiavelo. Quien sabe si Putin, maquiavélico como pocos, está siendo sabio o loco. Parte del futuro del mundo depende de la respuesta a esa pregunta. Porque Putin comenzó esta guerra, y de Putin depende terminarla.
** Daniel Matamala es enviado especial de Chilevisión a Ucrania.
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