Columna de Daniel Matamala: Luna de miel
Destacada en la vitrina de una peluquería para hombres, la foto oficial de la presidencia muestra al “Compadre Moncho” calzado con la banda presidencial, y con la bandera y la cordillera de fondo. Imágenes similares han circulado en las redes en los últimos años, con figuras como Gary Medel y Charles Aránguiz ataviadas con la banda tricolor. Es un doble símbolo: el de una nostalgia y el de una persistencia.
La figura del presidente de la República es el centro de nuestra política. Así lo decidió Diego Portales al ponerlo como pivote de “un gobierno fuerte y centralizador, cuyos hombres sean verdaderos modelos de virtud y patriotismo, y así enderezar a los ciudadanos por el camino del orden y de las virtudes”. Esa figura sería modelo de conducta, guía autoritaria del orden, y depositaria de los sueños de una sociedad.
Patricio Aylwin, el abuelo, representó la virtud del encuentro y la unión. Ricardo Lagos, el padre, llevó el modelo portaliano a su cénit, con la severidad de quien carga sobre sus hombros el destino de la República. Michelle Bachelet, la madre, reinventó la presidencia hacia la cercanía y la empatía. Y Sebastián Piñera, especialmente en su segundo mandato, vació de contenido la institución.
Perdió poder a raudales. Los cambios más importantes de nuestra época, partiendo por el proceso constituyente, le pasaron por encima. Su agenda legislativa quedó subordinada a las pulsiones demagógicas de los parlamentarios y los partidos políticos.
Piñera convirtió a la presidencia en una institución no sólo impotente, sino también desprestigiada. La sombra constante de sus negocios personales, con el escándalo Dominga como última manifestación, hizo que la frase de Portales sobre el presidente como un “modelo de virtud”, capaz de “enderezar a los ciudadanos”, sonara a triste ironía.
Además, usó el podio privilegiado de la presidencia para repetir hasta el hartazgo frases hechas, hasta vaciarlas de cualquier contenido. Piñera les declaró la guerra a enemigos implacables y poderosos, que no respetan a nada ni a nadie, hablando del narcotráfico, de la delincuencia, de los manifestantes de octubre, de La Araucanía, del calentamiento global, del Covid, de la pobreza…
Declarando ante la fiscalía por las violaciones a los derechos humanos tras el estallido, Piñera se defendió de su declaración de guerra del 20 de octubre de 2019, diciendo que “nunca se acordó expresar esa frase en ningún comité comunicacional o político del gobierno”. “Es una frase retórica, no literal, que ocupo con mucha frecuencia. Suelo decir que estamos en guerra, procurando así identificar males que hay que combatir”.
Es increíble la frivolidad de un líder de la República que despliega a militares entrenados para matar en calles copadas por ciudadanos, en un ambiente de altísima tensión, e informa a esos militares que “estamos en guerra contra un enemigo poderoso, que está dispuesto a usar la violencia sin ningún límite”. Pero ojo, sólo “como una frase retórica”.
Nunca más vimos, salvo en espacios oficiales y obligatorios, la imagen de Piñera con la banda presidencial. Es como si los ciudadanos hubieran decidido salvar la institución separándola de la persona que la ejercía, y asociándola a futbolistas, artistas o personajes que sí encarnaran sus valores.
He ahí la nostalgia. Y he ahí la persistencia de un símbolo a la espera de ser llenado con un nuevo significado.
Ese contexto explica esta primera semana de Gabriel Boric como presidente electo. Su imagen con la banda presidencial se ha multiplicado en perfiles de redes sociales, memes y stickers. El ambiente, polarizado y agresivo hasta el domingo, mutó a una avalancha de valoración a los gestos del presidente electo. El asunto escaló tanto, que Boric advirtió que “tengamos mucho cuidado de no idealizar a nadie, partiendo por mí”.
Es cierto: más allá de los memes, la cruda realidad es que el nuevo gobierno ni siquiera tiene el tercio del Congreso para evitar ser arrasado legislativamente; convive con una Convención que podría recortar su mandato o sus atribuciones, y con un panorama económico del terror para 2022, más acorde a Halloween que a la pacífica Navidad que estamos viviendo.
Pero la administración del poder político no sólo se trata de cuántas leyes se aprueban, cuánto crece el PIB y cuántos kilómetros de carreteras se pavimentan. También se trata de cuánto se fortalecen o se dañan intangibles como la confianza en las instituciones. Y en Chile, ninguna es más importante que la presidencia.
La asunción de Bachelet en 2006 estuvo marcada por una imagen inolvidable: cientos de mujeres de todas las edades portando la banda presidencial. Por primera vez, más de la mitad de la población sintió que esa institución también podía pertenecerles a ellas. Simbólicamente, el triunfo de Boric tiene un peso semejante para los jóvenes.
En el último cuarto de siglo, La Moneda se había congelado en una época, ocupada por personas nacidas entre 1938 y 1951. Pasar de esa larga lista de boomers a un millennial nacido en 1986 cambia totalmente la percepción de la presidencia para millones de jóvenes chilenos, muchos de los cuales votaron por primera vez el domingo pasado.
No es sólo que el nuevo presidente escuche a Nine Inch Nails y haga guiños a los fanáticos de Taylor Swift. Hay, sobre todo, una sensibilidad distinta, que no entiende al presidente como un superhéroe, sino que acepta en él la humanidad de dudar, equivocarse y pedir disculpas. Que valora la lectura como una manera de reflexionar, no sólo de extraer de ahí frases célebres. Que cree más en la empatía que en el conocimiento enciclopédico.
Está por verse si ese modelo de liderazgo logrará ser exitoso. En política, si la primera luna es de miel, las demás suelen ser de hiel. Pero al menos se abre una ventana de oportunidad para que Chile reconecte el muy vivo ideal de la presidencia con el real ocupante de esa banda tricolor.
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