Columna de Daniel Matamala: Mano de obra
¿Por qué el gobierno insiste en su suicidio político? Las cacerolas suenan, la gente desespera y la olla a presión se acerca al punto de ebullición. Alcaldes, senadores, diputados y ministros saltan del barco. Pero la orquesta del Titanic sigue tocando, cada vez más desafinada, una partitura que nadie escucha: una cadena nacional más, el enésimo Power Point para demostrar lo generosas que han sido las ayudas sociales.
El gobierno naufraga tras perder sus bases de flotación: el apoyo popular, sus partidos y parlamentarios. Apenas 17 de los 155 diputados, el 11% de la Cámara, se cuadró contra el tercer retiro. No hay memoria, al menos en los últimos 60 años, de un presidente tan abandonado por sus adherentes.
El gobierno se va a pique, pero con la bandera a tope. ¿Cuál es esa bandera, y por qué la defiende tan obcecadamente?
Una pista la da el único que sigue en el puesto de mando, donde ha permanecido en ambos gobiernos de Piñera: Cristián Larroulet, articulador del gran empresariado y de su brazo visible, Libertad y Desarrollo. Ese grupo de poder tiene un discurso: no más bonos, nos más retiros, no más dinero a los bolsillos de los trabajadores.
La Cámara Chilena de la Construcción señala que en el sector el “salario de reserva, por el cual un individuo está dispuesto a laborar”, ha aumentado, y advierte como un “riesgo” para su actividad “el encarecimiento de la mano de obra, que se vería agravado por un eventual tercer retiro”. El presidente del gremio, Antonio Errázuriz, dice que el tercer retiro “es una mala idea” porque “nos crea una situación de cierta dificultad para atraer” empleados. Y concluye que “vamos a tener que mejorar los ingresos de los trabajadores”.
El presidente de la Sociedad Nacional de Agricultura, Ricardo Ariztía, dice que “nos falta más gente, que no llega a trabajar porque reciben los bonos del Gobierno”, ya que “si el gobierno me está poniendo los bonos, para qué voy a salir a trabajar”. Concluye que ese es “el estilo de la idiosincrasia del trabajador chileno”. Los datos lo desmienten: según Microdatos de la Universidad de Chile, sólo 0,8% de los inactivos no busca trabajo por haber recibido bonos o retiros.
Su interés fluye de una estructura basada en la exportación de recursos naturales y el consumo interno dependiente del crédito. Una que intenta mantener el “salario de reserva” lo más bajo posible, para captar “mano de obra” barata: la mitad de los trabajadores chilenos ganaba, antes de la crisis, 400 mil pesos mensuales o menos. Mientras ellos, claro, reciben privilegios como el descuento del IVA a la construcción o la renta presunta agrícola.
Un contraejemplo lo da Estados Unidos. Henry Ford fue un antisemita y detractor de los sindicatos, pero también un hombre de negocios visionario; un personaje a quien algunos columnistas chilenos idolatran, pero cuyas políticas jamás imitarían. En 1914, duplicó el sueldo a sus trabajadores, mientras bajaba a la mitad el precio de su producto emblema, el Ford T. La idea del fordismo es crear un círculo virtuoso: un capitalismo en el que trabajadores bien pagados forman una ancha clase media de consumidores. “Los salarios altos promueven la prosperidad”, decía Ford. Los empleados son, a la vez, los clientes.
Apenas comenzó la crisis, en marzo de 2020, Estados Unidos aprobó el mayor paquete de estímulos de su historia, enviando cheques por el equivalente a 1 millón de pesos chilenos (según el cambio de ese momento), más 400 mil pesos adicionales por cada menor de edad, a todas las personas con ingresos de menos de 6 millones y medio de pesos mensuales. Nada de postulaciones engorrosas ni focalizaciones detalladas: desde Donald Trump hasta Bernie Sanders, pasando por el gran empresariado, todos entendieron que la urgencia era poner dinero en los bolsillos. Si las personas consumen, las empresas producen, el empleo se mantiene, y la rueda de la economía sigue girando. A ese primer cheque han seguido otros dos.
El contraste con Chile es evidente. El primer IFE, de marzo de 2020, era de 50 mil pesos por carga y beneficiaba al 15% de los chilenos. Ya estamos en el mes 14 de la pandemia, y el gobierno sigue en un irracional regateo con los ciudadanos, soltando contra su voluntad una ayudita más por aquí, un bono por allá. “La forma de entregar apoyos a las familias ha sido confusa y llena de requisitos”, dice la economista Andrea Repetto, quien calcula que apenas la quinta parte del paquete de ayuda fiscal ha llegado a los bolsillos de los chilenos; la mayor parte ha ido a otros planes, como garantizar créditos bancarios a las empresas. Todo esto, pese a que Chile tiene acceso a deuda muy barata, cobre a precios récord y espacio para una reforma tributaria que aumente los ingresos a largo plazo.
El resto de la historia la conocemos: los retiros de las AFP, con sus nefastas consecuencias para las jubilaciones, llenaron el vacío, inyectando 38 mil millones de dólares a la economía y haciendo crecer el PIB en 2,8%, según el Banco Central.
El gobierno insiste en frenar esos estímulos, focalizar la ayuda y “no beneficiar al 20% más rico”, algo que tiene poco sentido en un país en que una familia con un ingreso de 400 mil pesos per cápita entra en esa categoría.
¿Por qué, entonces, el sector más influyente del poder económico se resiste a estimular la economía ante la peor crisis en 35 años? En simple: porque sus trabajadores no son sus clientes. La demanda de cobre, harina de pescado y celulosa depende del mercado chino, no del chileno. Los trabajadores agrícolas no consumirán las cerezas ni los arándanos que producen. Los obreros de la construcción no comprarán esos departamentos. Incluso el retail basa su negocio en vender deuda.
El modelo no es un círculo virtuoso de trabajo, sueldos y consumo, sino uno extractivo fundado en salarios que hay que mantener bajos, cueste lo que cueste.
Aunque se hunda un gobierno. Aunque se ponga en peligro la paz social.
Porque el conciudadano es, simplemente, mano de obra.
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