Columna de Daniel Matamala: Nadie pesca
El 11 de marzo de 1990 reabrió el Congreso Nacional, que había sido clausurado a sangre y fuego 17 años antes. Las expectativas eran inmensas.
¿Cuál sería la primera ley que emergería del Congreso democrático? ¿Alguna relativa a justicia y verdad en las violaciones a los derechos humanos? ¿La revisión de las privatizaciones truchas con que los amigotes del régimen se habían llevado empresas públicas para la casa?
Nada de eso. La realidad fue mucho más prosaica.
El 20 de marzo, el gobierno envió un proyecto para postergar la entrada en vigor de la nueva Ley de Pesca, prevista para ese 1 de abril. Esta permitía licitar el 25% de las cuotas de pesca, a lo que se oponía el gigante pesquero que encabezaba Anacleto Angelini. El empresario era un generoso financista de la Democracia Cristiana y había puesto dinero en la campaña del No. “Él estuvo claramente por el No y fue un importante colaborador de la campaña”, reconocería el futuro ministro del Interior Carlos Figueroa.
En apenas unas horas, el proyecto fue aprobado por la Comisión de Agricultura y la sala de la Cámara de Diputados. Al día siguiente llegó al Senado, donde fue eximido de su paso por la comisión y votado directamente en la sala, en un “debate” que contó con apenas una intervención, a favor del proyecto por supuesto.
Tras este trámite de 24 horas, la Ley 18.977, que postergaba las licitaciones pesqueras, se convirtió (junto a una norma sobre seguros que se promulgó el mismo día) en la primera ley de la nueva democracia chilena.
Sería un poderoso símbolo de lo que vendría.
En las décadas siguientes, los industriales pesqueros consolidaron su poder, por medio de una red transversal de financiamiento de políticos. El PPD Sergio Bitar, exsenador por Tarapacá, el centro del imperio Angelini, lo confesaría sin tapujos: “Antes de la ley de gasto electoral, siempre que buscamos apoyo, él nos ayudó”.
Con gobiernos complacientes y parlamentarios motivados, sucesivas leyes transitorias de pesca, en 1991 y 2001, fueron moldeando el sector en beneficio de los industriales pesqueros.
En 2011 llegó la hora de discutir una norma definitiva. De acuerdo al libre mercado, correspondía que las cuotas de pesca fueran licitadas en una competencia abierta, en que ganaran quienes ofrecieran mayores pagos al Estado y mejores condiciones laborales y medioambientales.
Pero el ministro Pablo Longueira tenía otros planes.
En vez de una licitación, Longueira ofreció a las pesqueras que se pusieran de acuerdo entre ellas para repartirse las cuotas. O sea, que se coludieran. “Cuando el Estado colude a las empresas que compiten, estamos en el peor de los mundos. Uno espera que el Estado combata la colusión, no que la genere”, dice el economista Claudio Agostini.
Esta colusión ni siquiera se escondió. Al revés, se anunció y celebró. Longueira expresó su “enorme orgullo” por este “gran acuerdo” que “muestra el camino que requiere el país”. El subsecretario de Pesca lo celebró como “un acuerdo histórico”.
En cierto modo, el subsecretario tenía razón. La Ley Longueira pasó a la historia de la infamia. Su aprobación en el Congreso significó que el Estado de Chile regalara a las grandes pesqueras cuotas anuales de pesca estimadas en 743 millones de dólares anuales, por 20 años, renovables de manera automática. El economista Eduardo Engel lo define como “un regalo que hizo nuestro Congreso, a cambio de nada”, y que significó que “un puñado de empresas se llevó las rentas del mar”.
¿A cambio de nada? Bueno, no exactamente.
Sabemos que al menos 20 compañías pesqueras financiaron campañas mediante aportes reservados, incluyendo a seis de las “siete familias” beneficiadas por la Ley de Pesca. A ello se sumaron los aportes irregulares y los correos electrónicos en que al menos dos parlamentarios (los UDI Jaime Orpis y Marta Isasi) recibían instrucciones específicas de Francisco Mujica, gerente general de la empresa de Angelini, Corpesca: cómo votar, qué oficios enviar, qué discursos dar.
Parlamentarios que actuaban como serviciales empleados de la gigante pesquera en los temas que tocaban sus intereses.
La corrupción de la Ley Longueira está probada judicialmente: Mujica, Orpis e Isasi fueron condenados en un juicio por soborno, cohecho y otros delitos. También fue sentenciada la empresa Corpesca, como persona jurídica.
A pesar de ello, nueve años después, la ley corrupta sigue vigente, y Corpesca y las demás empresas siguen disfrutando sus beneficios. Algunos proponen anularla, para evitar que las empresas puedan pedir una indemnización por los derechos que se les entregaron. Otros señalan que, ante las pruebas de corrupción, difícilmente un tribunal accedería a ese reclamo.
Esta semana, al fin, pasó algo: la Cámara de Diputados aprobó la anulación de la Ley Longueira. Al día siguiente, el proyecto debía discutirse en la Comisión de Pesca del Senado. Pero no hubo quórum. Llegó solo uno de los cinco parlamentarios convocados. El senador Fidel Espinoza (PS) justificó su ausencia diciendo que se estaba “instrumentalizando a los pescadores artesanales en época de elecciones”. Curioso argumento: desde 2013, la ley ha sobrevivido cuatro gobiernos: Piñera, Bachelet, Piñera de nuevo y ahora Boric. Han pasado tres elecciones presidenciales y parlamentarias, dos municipales, una de convencionales y un plebiscito. Nunca ha sido el momento oportuno para derogarla o anularla.
El senador Iván Moreira (UDI) tampoco apareció. Explicó que “estaba en cosas mucho más importantes”. En 2011, Moreira escribió un correo al dueño de Corpesca, Roberto Angelini, pidiéndole que “me prepararan una minuta” para repetirla en el debate de un acuerdo pesquero internacional.
A nueve años de la infame Ley Longueira, parte de nuestra clase política sigue ejerciendo su deporte favorito: hacerse los giles. Dilatar los temas que tocan intereses poderosos y apostar a la apatía de los ciudadanos.
Confiar en que nadie pesca.
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