Columna de Daniel Matamala: Que se jodan

Franja electoral


Esas tres palabras son el mejor reflejo del naufragio del proceso constituyente y, en verdad, de la política chilena. Bajo ese lema, la campaña del “A Favor” pasa revista a una serie de agravios. La violencia del estallido, la inflación, la delincuencia, la inmigración descontrolada, los casos de corrupción. Nos informan que esos agravios tienen culpables, contra quienes se debe usar el voto como forma de revancha.

Como es habitual en ambas franjas, esta campaña está repleta de mentiras y distorsiones. Se habla de “los que quemaron un país entero para tener una nueva Constitución” como si los vándalos que atacaban iglesias y locales comerciales hubieran tenido ese propósito o hubieran respaldado el acuerdo constituyente. Se culpa a “los que indultaron criminales” mientras se muestran imágenes de violencia protagonizada por inmigrantes, sin relación alguna con los indultos.

Pero qué importa la verdad. Lo que importa es escenificar la política de la venganza. La Constitución, no como una casa compartida entre todos los chilenos, sino como un método expedito para expulsar a algunos de esa convivencia.

Los proponentes de una nueva Constitución, en vez de hacer campaña destacando sus virtudes, intentan crear un plebiscito negativo. El discurso ha sido constante. Desde la alusión a los “verdaderos chilenos”, hasta los diarios reclamos sobre que votar A Favor en verdad es votar en contra o “derrotar” al Presidente Boric y al gobierno.

Convocar en torno a emociones positivas como la unidad y la esperanza parece cada vez más difícil. Las elecciones son ganadas indefectiblemente por la oposición, como ha ocurrido en Chile en cada votación los últimos 15 años.

Y así llegamos al absurdo: para que la gente vote A Favor de algo, se les trata de convencer de que en verdad es un voto en contra de otra cosa. Es la renuncia a la esperanza de llevar adelante proyectos constructivos. Es el triunfo de la política de la revancha.

El filósofo alemán Peter Sloterdijk advierte que hoy la política tiene como tarea “administrar la ira” de sociedades capturadas por un “nerviosismo crónico”.

A partir de ello, la filósofa chilena Diana Aurenque advierte que esta “forma especialmente enferma de capitalizar y acumular el descontento” liga a la comunidad no en búsqueda de la prosperidad, sino de la venganza.

Este modo “enfermo” de expresar descontento no es nuevo, pero cobra especial fuerza en momentos de crisis. El escritor Peter Hamill dice de Richard Nixon que “por 20 años, empleó la política del resentimiento cultivando a los rencorosos, los resentidos, los paranoicos. Se valió de los peores instintos del estadounidense en su ascenso al poder”. Ello no tuvo efecto mientras primaba el optimismo social. Pero en el turbulento 1968, en medio de los disturbios raciales, la guerra de Vietnam y los asesinatos de Martin Luther King y Robert Kennedy, el electorado estuvo listo para premiar esa “retórica ponzoñosa e irresponsable”, según Hamill.

En nuestros días, la izquierda radical ha sido muchas veces la primera en explotar esta política de la venganza. Con ello, solo ha pavimentado el camino para que la derecha extrema use esa misma herramienta. La izquierda cosecha, la derecha siembra.

Hoy tenemos un ejemplo claro en Argentina, donde el kirchnerismo profundizó la “grieta”, pretendiendo dividir la sociedad entre victimarios y víctimas. Javier Milei ahora usa esa misma grieta para replicar ese discurso, pero en esteroides: ellos contra nosotros, en un duelo a muerte. Maduro, Trump, Bolsonaro y otros líderes populistas son también maestros del insulto y la venganza contra supuestos “traidores”.

En Chile, el estallido escenificó una larga serie de agravios. A veces desde propuestas de cambios, pero a menudo también desde la división de la sociedad entre víctimas y victimarios. Los personajes simbólicos eran víctimas, reales o ficticias (como Rojas Vade), y justicieros que vendrían a cobrar venganza, con una estética cargada de superhéroes.

Los agravios se multiplicaron y se volvieron inabarcables. La venganza debía ejecutarse contra todos los que no comulgaran con una pureza absoluta. “Sangre por sangre, watón Boric”, fue el mensaje en las redes sociales de la Lista del Pueblo cuando el entonces diputado fue agredido en una visita a los presos del estallido.

La ultraizquierda es el aprendiz de brujo. Desata fuerzas que se vuelven en su contra. Porque los maestros de esta técnica están en la derecha autoritaria. El recurso tiene amplia historia. Tras la Primera Guerra Mundial, la propaganda nazi usó la Dolchstosslegende, la leyenda de la “puñalada por la espalda”, como palanca para su ascenso. A una ciudadanía humillada por la derrota en la guerra y por los estragos de la crisis, le entregaba culpables: judíos, comunistas e internacionalistas, que habían traicionado a Alemania, conspirando para su derrota y traicionando a los patriotas, a los -otra expresión que los nazis solían usar- “verdaderos alemanes”.

En la crisis de las sociedades contemporáneas, los agravios a vengar son interminables. Las cosas ya no son como eran antes, y los culpables que apuntar con el dedo son infinitos. Los inmigrantes, las minorías raciales o sexuales, las feministas (“¡feminazis!”), artistas, intelectuales, políticos… y los vengadores son, a su vez, apuntados como traidores, en un juego sin fin. Ya hay un sector de la ultraderecha acusando a la nueva Constitución de “socialista”, “onunista” y parte de la conspiración de la Agenda 2030.

Incapaces de movilizar al electorado desde la bondad de un proyecto, los políticos han decidido arrancar votos hurgando en los instintos más oscuros del ser humano.

Nos prometieron una Constitución que, escrita “con amor” sería “una que nos una”. Este proyecto ha sido oficialmente abandonado por sus propios impulsores. Ahora, promueven la Constitución simplemente como una excusa para cobrarse venganza.

Es resignarse a la degradación total, el fracaso más radical de la política.

Y al que no le guste, que se joda.

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