Columna de Daniel Matamala: sobre hombros de gigantes
La historia es una mezcla de quiebres y continuidades. De olas que de vez en cuando azotan furiosas, y del mar de fondo que sigue imperturbable más allá de lo que ocurra en la superficie.
Lo que pasó ayer, con la elección de Gabriel Boric como presidente de la República, parece lo primero, pero en verdad es lo segundo. Aparece como una disrupción, cuando es la continuidad de profundas tendencias históricas.
Las apariencias de ruptura son evidentes. Boric asumirá con 36 años, convirtiéndose en el presidente más joven que haya tenido Chile. El traspaso de mando será, también, el de mayor brecha generacional en 200 años de República: Sebastián Piñera, de 72 años, le entregará el poder a un sucesor que tendrá exactamente la mitad de su edad.
Sin embargo, su elección es pura continuidad. Es la persistencia de los tres grandes procesos históricos que se han entrelazado para formar la conciencia política del Chile actual: los de 1988, 2011 y 2019.
Partamos con 1988. Como decíamos hace nueve días en estas mismas páginas (“El llamado de la tribu”), en ese entonces se formaron dos “tribus”, dos corrientes de opinión pública, que permanecen básicamente intactas hasta hoy.
Pues bien, el resultado final fue de 55,87% para el candidato de la “Tribu del No”, Gabriel Boric, contra el 44,13% del postulante de la “Tribu del Sí”, José Antonio Kast. Cifras prácticamente idénticas a las del plebiscito de 1988, cuando el No derrotó al Sí, por 55,99% contra 44,01%.
Pura continuidad. Más allá de todos los cambios sociales que han transformado a Chile en las últimas tres décadas, el mar de fondo apenas se ha movido. “Chile sigue dividido en dos equipos, y el llamado de la tribu es más fuerte que nunca. La identificación política, vestir la camiseta del Sí o del No, obedece a patrones culturales demasiado profundos como para cambiarlos en una campaña de cuatro semanas”, decíamos antes de la elección. Los resultados lo ratifican.
El Chile que nació en 1988 fue remecido en 2011, cuando una nueva generación de estudiantes y profesionales de clase media cuestionó el sistema político con un gran movimiento de protesta.
Pasaron 23 años desde el plebiscito hasta que una nueva generación decidió matar al padre. Ricardo Lagos, el símbolo de la tribu del No, fue apuntado con el dedo por los hijos de esa misma familia, que hicieron del laguismo y su creatura deforme, el CAE, los blancos de su crítica a la transición.
Los mismos 23 años que pasaron en Francia entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y Mayo del 68, cuando los hijos de la generación que peleó la guerra decidieron matar al padre, Charles de Gaulle, como símbolo de una sociedad conservadora y opresiva.
Es natural. Los que pelearon con De Gaulle contra los nazis, y los que lucharon con Lagos contra Pinochet, les guardaban lealtad. Tenía que ser la generación siguiente la que los cuestionara para desplegar su propio proyecto.
2011 fue la cuna de la generación que hoy llega al poder. Gabriel Boric, Camila Vallejo y Giorgio Jackson encabezaron la protesta, su institucionalización al llegar al Congreso, la formación del Frente Amplio y de Apruebo Dignidad, el sorpasso con que quitaron el liderazgo de la tribu del No a sus mayores, y el asalto a La Moneda en una marea electoral impulsada por un inédito voto joven. Con 56% de participación, un récord desde que existe el voto voluntario, Boric se convirtió en el presidente más votado, en la elección con más sufragios emitidos en la historia de la República.
Para que eso ocurriera, debió sumarse un tercer mar de fondo: el originado en el estallido de 2019, tributario directo, a su vez, del espíritu de 2011 y 1988.
Desde entonces, con conmovedora consistencia, la ciudadanía ha expresado una y otra vez su voluntad de ejecutar cambios profundos pero pacíficos, para construir un nuevo contrato social que dote a Chile de una institucionalidad legítima, con cohesión social. El mismo petitorio de 1988 y de 2011.
Lo dijo en la marcha del millón, del 25 de octubre de 2019. Lo repitió con el triunfo del Apruebo, justo un año después. Lo reiteró en la elección de convencionales de mayo. Y una vez más, en las primarias presidenciales. Y si la primera vuelta, con siete candidatos repartiéndose la votación, pareció entregar señales confusas, el balotaje fue fuerte y claro: el mensaje sigue ahí, incólume.
Después de la primera vuelta, varios intelectuales y lobistas favoritos de los grupos de poder sacaron el cotillón para celebrar, alborozados, el funeral del espíritu del 25 de octubre. Decían que este fue un mal sueño de dos años, una locura colectiva pasajera. No entienden (no han entendido nunca) que octubre es todo lo contrario: es una nueva forma de expresar un deseo colectivo que permanece vivo desde la derrota de Pinochet.
La segunda vuelta permitió el acto final. Si en 2011 el hijo adolescente mató al padre, en 2021 el padre ya anciano bendijo al hijo adulto, y terminó así en paz lo que había empezado como guerra.
La bendición del padre Lagos, y de la madre Bachelet, al hijo pródigo Boric, que vuelve más maduro y humilde tras haberse ido pegando portazos de la casa familiar, cerró el círculo.
La tribu del No, como una buena familia, pasa el bastón de mando a la nueva generación. Y el hijo pródigo, en su discurso triunfal en la Alameda, reconoce que sólo está tomando la posta de un proceso histórico.
Boric lo hizo citando la famosa frase usada, entre otros, por Isaac Newton, al reconocer que se para “sobre hombros de gigantes”.
Es la única manera de ver más lejos. Pararse sobre la continuidad de la historia, para mirar al futuro.
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