Columna de Daniel Rodríguez: Ideas para la educación pública
La discusión sobre la admisión a las universidades suele poner el foco en la situación de los llamados “liceos emblemáticos”, que actúan como símbolos de la situación general de la educación pública. De forma velada, las autoridades han reconocido que al menos parte de la caída en los resultados de estos liceos en la prueba de admisión obedecen a las reformas impulsadas por el segundo gobierno de la expresidenta Bachelet, que ahora gozan de un nuevo nombre de fantasía: “democratización del acceso”. Este descriptor es simplemente incorrecto: la Ley de Inclusión no tuvo como objetivo la democratización de nada, sino crear las condiciones para el desmantelamiento progresivo del sector particular subvencionado.
Sin perjuicio de las necesarias reformas a la Ley de Inclusión, parece más urgente cuestionar uno de sus relatos más perniciosos -magníficamente resumido en la frase “bajar de los patines”-: que el principal problema de la educación pública es la existencia de la educación particular subvencionada. La educación pública tiene problemas que, de enfrentarse con decisión, permitirían que esta mejorara sin necesidad de afectar a nadie.
El primer problema, de relativo consenso, es la debilidad de los liderazgos frente a una creciente exigencia regulatoria. Los directores escolares tienen escasas atribuciones, poco claras, y extremadamente limitadas si se comparan con las favorables legislaciones a favor de los profesores. Sus remuneraciones son menores que las de los docentes de mayor desempeño y no se les permite efectivamente elegir a sus equipos. Son permanentemente sobrecargados de trabas burocráticas que derivan de un incansable activismo parlamentario dispuesto a convertir en ley y multa cualquier petición de cualquier grupo de interés, sin incorporar financiamiento alguno. Esto se acompaña con una Superintendencia incansable a la hora de inventar y perseguir problemas chicos y dejar pasar los grandes.
El segundo problema es el estatuto docente. Sin querer cuestionar aquí la necesidad de proteger a los profesores de escuelas públicas de las arbitrariedades de los vaivenes políticos, la legislación laboral de los docentes requiere ser reformada. Excesivamente rígida (¡regula a nivel de hora pedagógica!), impide cualquier innovación. Regulados los sueldos, impide el reconocimiento del mérito y la rendición de cuentas frente al bajo desempeño. Los buenos no son premiados y los malos no son despedidos, ni ayudados a mejorar. Es una receta para la captura, el inmovilismo, y la acción gremial de la peor especie, como la ejercida por el Colegio de Profesores. Hay excelentes docentes en Chile, pero no sabemos quienes son (pues ya no se evalúan) ni reciben una remuneración acorde a su excelencia (reciben lo mismo que el promedio de sus colegas). Así es imposible llevar un sistema al mejoramiento.
El tercero es la comprensión limitada y militante del derecho a la educación. Bajo la mirada que ha prevalecido, se da prioridad y protección a las tomas y movilizaciones, y al resguardo de los infractores, en desmedro del derecho a aprender de todo el resto de la comunidad educativa. Así, la acción de las autoridades se centra en validar o responder petitorios y no en asegurar que todos los estudiantes puedan aprender. Esto es lo que tienen en común la tragedia de Atacama -con cerca de 80 días sin clases- y el Instituto Nacional: una autoridad que tiende a empatizar con victimario y no con la víctima. Si bien se debe reconocer que la fuerza de los hechos ha obligado a la autoridad a cambiar su discurso, el peso de décadas de idealización ciega de tomas y paros –que algo tienen que ver con la llega al poder de nuestras actuales autoridades- no es fácil de sacudir.
Por Daniel Rodríguez, director Ejecutivo de Acción Educar
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