Columna de Daniel Rodríguez: Los aranceles regulados y la discriminación
Partamos por una obviedad que frecuentemente olvidamos. La educación gratuita no existe, alguien tiene que pagarla. En el caso de la educación superior, buena parte de las universidades, centros de formación técnica e institutos profesionales participan del “financiamiento institucional para la gratuidad”, política que les prohíbe cobrar arancel al 60% más vulnerable (el 70% en caso de la educación técnica profesional) de sus estudiantes, a cambio de una transferencia de recursos públicos por cada uno de ellos. El valor unitario de esa transferencia se fija en base a costos reportados por las instituciones, y pagado por el Estado a costa de los contribuyentes. Se denomina “arancel regulado”.
Esta fórmula, aceptada con relativa sumisión por el sistema universitario, es un pacto de dependencia con el Estado cuyos resultados se resintieron fuertemente en el sistema en la forma de déficit financiero, pero hay otros que recién empiezan a verse.
Al fijarse el arancel en base a costos, se condenó a las instituciones a no tener excedentes. En otras palabras, lo que cuesta enseñar es exactamente lo que el Estado paga. Pero la educación superior es mucho más que docencia: los estudiantes y la sociedad valoran cada vez más todos los otros bienes que la universidad genera y no tienen que ver estrictamente con las clases. ¿Y la inversión, la investigación, la innovación y el crecimiento? No se financian. La única forma de financiar otras cosas es disminuir costos, obviamente en perjuicio de la calidad.
Adicionalmente, la fórmula elegida para determinar los aranceles es perniciosa. Se basa en valores promedio, que se ajustan según algunos factores. Pero al usar promedios como referencia, es evidente que las instituciones más caras (y presumiblemente de mayor calidad) recibirán menos de lo que cuesta su proyecto, y las más baratas (de menor calidad) recibirán más. El resultado es la mediocridad: las instituciones tienen todos los incentivos para converger lentamente en un promedio teóricamente óptimo, según opine la Subsecretaría. Pero la diversidad del sistema se daña.
Al no poder determinar sus aranceles, las instituciones no pueden controlar sus ingresos. Estos dependerán, básicamente, del número de estudiantes cuyas carreras tengan altos precios fijados, según la Subsecretaría determine. Esto implica que el Estado maneja, a mediano plazo, la oferta de títulos y los proyectos educativos. Alguien podrá argumentar que el mercado, a través de los precios, hace exactamente lo mismo. Pero al menos esos precios son el reflejo de miles de decisiones de individuos, y no de la discrecionalidad de la autoridad.
Y es esta discrecionalidad quizás el elemento más peligroso de esta política. La Subsecretaria de Educación Superior actual ha diseñado una metodología que beneficia sistemáticamente al sector estatal, y golpea fuertemente al sector técnico profesional y a las universidades privadas fuera del Cruch. Como se ha aplicado solo al 5% de la matrícula, esta discriminación no se ha notado mucho, pero ahora se pretende expandir esta fórmula al 40%. De persistir una política de fijación de precios mal diseñada, que afecta la calidad, la diversidad y la autonomía del sistema, sumado a una ampliación discriminatoria, no podemos esperar buenos resultados.
Por Daniel Rodríguez, director ejecutivo de Acción Educar