Columna de Diana Aurenque: Demonizar al enemigo y sus paradojas

Luis Silva


Donde sea que se mire, la tendencia en política es la misma: dividir el mundo entre amigos y enemigos. Más allá de entrar a debatir sobre si esto es algo consustancial a lo político o de analizarlo moralmente, parece igual de importante adentrarnos en sus efectos paradójicos.

Pensemos en concreto: el caso del consejero constitucional Luis Silva. En diversos medios y plataformas digitales de comunicación se ha expuesto al consejero como un peligro terrorífico para la política nacional debido a su afiliación como numerario del Opus Dei. Sin duda, para quienes defendemos el pluralismo valórico y a un Estado laico, la dimensión política de Silva preocupa con razón. No obstante, su demonización resulta al menos contraproducente por tres razones.

La primera es por fundarse en argumentos simplistas. Un ejemplo es la crítica de que Silva sería representante no de sus propias ideas, sino un “soldado” de lo que mandata “la obra” (el Opus Dei). Suponiendo que así sea, en sí mismo esto no es un buen argumento para demostrar que Silva sea políticamente peligroso. Pues, de ser esto correcto y siendo consistentes, entonces todos los políticos que militen en partidos -sean de derecha, centro o izquierda- quedarían invalidados por representar algún tipo de ideología o intereses de grupo. Pero, ¿no es más bien peligroso elegir políticos sin ideologías o grupos de interés definidos a quienes, más allá de sus propios intereses, deben responder? Pedirles a los políticos orfandad ideológica puede hacer del oportunismo electoral su propia ideología.

La segunda razón tiene que ver con un efecto psicológico inesperado y paradójico al demonizar a alguien. Pues, mientras que quienes son críticos de Silva se refuerzan en sus creencias, como efecto inverso, Silva se sacraliza para sus adeptos -o sea, también refuerzan sus creencias. Y quizás no solo por seguidores del Opus Dei, sino por muchos otros que son simplemente creyentes o, incluso, por quienes consideren que su demonización sea exagerada -a fin de cuenta es solo un ser humano “opus” y no Lucifer ni Hitler. Notamos que, mientras para unos Silva es estilizado como victimario, para otros es percibido como víctima -¿cómo no empatizar con una víctima?. Demonizar al enemigo nos lleva a la paradoja de iniciar su sacralización.

Y, en tercer lugar, lo más grave es que al personalizar demoniacamente a la política pasamos de largo la verdadera discusión pública. Discutir, por ejemplo, en el seno de la sociedad civil chilena hasta qué punto ideas que el consejero y su sector representan, encarnen realmente el sentir mayoritario de la ciudadanía: ¿estamos de acuerdo con el retroceso de la ley de aborto en tres causales?, ¿no deseábamos ampliar una legislación que lo despenalice sin expresión de causa hasta el tercer mes de gestación como en una serie de legislaciones modernas? Esas, entre otras, son las preguntas relevantes que debemos plantearnos para que desde sus respuestas se oriente la política -y no a partir de quien sea demonio para unos o santo para por otros.

Por Diana Aurenque, filósofa Universidad de Santiago de Chile

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