Columna de Diana Aurenque: Dueño de su silencio; esclavo de sus palabras
Quizás uno de los fenómenos más llamativos -y problemáticos- del último tiempo en política sea el exceso de confianza puesto en la comunicación pública. Abundan los puntos de prensa, las explicaciones y las declaraciones sobre todo tipo de cosas, de heterogénea relevancia y cuyo genuino aporte para la ciudadanía es discutible, sino incluso, contraproducente -varias de las críticas al gobierno del Presidente Gabriel Boric se vinculan con este tipo de prácticas-. Y ello es comprensible: “cada uno es dueño de sus silencios, pero esclavo de sus palabras”.
Concordaremos con que el gobierno -también la oposición- no le hace ningún favor a la ciudadanía con emitir tantas declaraciones sobre tantos asuntos distintos. Pareciera que se confunde el legítimo mandato de asegurar transparencia y probidad en la administración del Estado con la comunicación permanente y la respuesta inmediata a todo tipo de interpelaciones y/o hechos que se toman la palestra pública. Olvidando que en la era digital existen innumerables formas de escandalizar, viralizar y polemizar públicamente, pero no por público o ser tendencia califican como hechos de relevancia política. Ese estatus lo adquieren, empero, cuando una autoridad política se refiere a él.
Lo dicho se configura en hecho autoral. También los silencios “dicen” cosas, no son nada, pero al no haber palabra pronunciada lo que se calla se resguarda. Sea que callemos por amor, miedo, vergüenza o compasión, lo cierto es que sólo quien calla -y nadie más- conoce las razones de su silencio. Lo fundamental es esto: solo porque hay silencio, otros pueden hablar. ¿Cómo debe hablar una autoridad política? Siendo precisamente amo y no esclavo de sus palabras. Para Aristóteles ese soberano es aquel sabio que “nunca dice todo lo que piensa, pero siempre piensa todo lo que dice”.
Si todo es palabras sobre palabras nos esclaviza el ruido. Y en esta semana el ruido político ha sido estruendoso. En su mezquindad sacó del debate público la esperanzadora señal que dio la ciudadanía en las elecciones, especialmente con el triunfo de Claudio Orrego: que la mesura, la experiencia y la buena gestión son premiadas en política. Los electores se inclinaron por una campaña enfocada en la transversalidad y el buen trato, no en trincheras. En vez de caer en una escenificación mediática de confrontación como la contraparte, que levantó a un candidato que poco calló y por sus dichos perdió, Claudio Orrego fue mesurado y juicioso. Seguro pensó bien qué decir y cuándo callar; refrenar el ego y cualquier ofensiva emocional y se mantuvo firme en no caer en provocaciones que lo instaban a convertirse en un polemista.
De eso, justamente de eso, se trata la buena política. Una que no cae ni en las trampas de su mediatización ni en su farandulización. Sería esperable que, quienes apoyaron a su contendor, en vez de ensordecer lo que la ciudadanía pide por oportunismos electorales, estén a la altura, callen soberanamente y escuchen el mensaje popular.
Por Diana Aurenque, filósofa Universidad de Santiago de Chile
Comenta
Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.