Columna de Diana Aurenque: El peso de las palabras

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El peso de las palabras.


Sí, las palabras pesan. Por extraordinario que sea, y pese a que en rigor las palabras no sean más que “un poco de aire movido por los labios” -como sentencia Jorge Teillier en Despedida-, son siempre mucho más que eso. En ocasiones, como en los WhatsApp de Luis Hermosilla, las palabras pesan casi gravitacionalmente; curvan la realidad en un espacio-tiempo hasta ahora completamente desconocido; donde los mensajes pesan como preciadas evidencias de redes de poder hasta ahora silentes.

Pero no solo pesan cuando se convierten en pruebas de delitos o cuando corroboran las intenciones ocultas en los corazones y mentes. Pesan incluso después de que se reconozcan como “desafortunadas” como, por ejemplo, cuando un exministro de salud -Jaime Mañalich- sostiene que los embarazos de la ministra Camila Vallejo y de la diputada Karol Cariola le parecen “no ser accidentales”, sino que más bien que “ellas tomaron la decisión de quedar embarazadas” -como si pudiera un tercero referirse a las razones que tiene una mujer para gestar o no-. En materias tan sensibles como estas y donde transversalmente se expresa repudio -con palabras- las disculpas llegan siempre tarde y casi sin carga.

Las palabras pesan siempre -sea que vayan de la mano de la verdad o incluso de la mentira- porque es cierto eso que se dice cotidianamente; eso de que “el lenguaje construye realidad”; tan cierto como lo sostuvo décadas antes el filósofo Martin Heidegger al decir que “el lenguaje es la casa del ser” -no hay ser humano que acceda al mundo y a la realidad entera sino es a través del lenguaje.

El tono poético de Heidegger es más que acertado. Pues si hay quienes saben muy bien sobre el peso de las palabras, mejor que filósofos, son poetas y literatos. Por eso, es tan importante retomar esa sensibilidad, ese cuidado y cariño hacia las palabras; reconocer por cierto a quienes han dedicado su vida a ellas -como recientemente a Elvira Hernández con el Premio Nacional de Literatura.

Pero también es preciso rehabilitar en todas las esferas posibles y desde temprano su importancia, es decir, devolverle el valor social y político a ese cuidado. Pues hoy, tal como señaló Adriana Valdez -también una mujer premiada por su trabajo literario- en una entrevista que dio a comienzos de este año, la educación y el cuidado del lenguaje han perdido su valor en el entramado social. Así, si antes era relevante y muy bien visto que nos expresáramos correctamente, seleccionando con cuidado los adjetivos que mejor lograban describir un fenómeno, expresando nuestras ideas o incluso desacuerdos con claridad y convicción, pero con diplomacia, con atención a que ni las palabras ni los gestos que las acompañen pudieran herir los sentimientos del otro o no hacerles justicia, eso es ya cosa del pasado.

Hay que volver a vivir donde las palabras pesan -donde la palabra empeñada, resiste e insiste en sus sentidos. Porque cuando la palabra vale, no hay nadie que quiera quedarse sin palabras.

Por Diana Aurenque, filósofa, Universidad de Santiago de Chile

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