Columna de Diana Aurenque: Menos pena de muerte y más Kant

Cárcel


Hace 300 años nació Immanuel Kant; un filósofo que pese a reconocer los límites de la subjetividad, propuso una teoría sobre la racionalidad práctica capaz de sostener un proyecto moral universalista -cosmopólita y para la paz. Kant sabía, lo mismo que luego Schopenhauer y Nietzsche, que en el ser humano rugen afectos e instintos, una voluntad que desea y quiere lo que ella desea y quiere. No obstante, el animal humano para Kant también es un animal rationabile, es decir, no racional a secas, sino “dotado de la facultad de la razón”. No es que el predicado racional nos caiga de cajón (la historia de la humanidad parece probarnos más bien lo contrario), sino que podemos serlo, es decir, es una capacidad, una posibilidad que no se actualiza a menos que se ejercite. Y para Kant entrenarnos en una moral racional significa subordinarse, autónomamente, a una “buena voluntad”, la ley moral del imperativo categórico: “Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre al mismo tiempo como principio de una legislación universal”.

Lo decisivo del imperativo categórico es el universalismo de la ley moral. Esta última no se cumple cuando seguimos normas o leyes porque “hay que” hacerlo, sin convencimiento, por obligación, por temer un castigo o por su beneficio -eso sería imperativo hipotético-. De lo que se trata más bien es de atar la propia libertad y voluntad, deliberar sobre lo bueno o malo de las acciones reconociendo sus principios y admitiéndolos como deseables para toda la humanidad. No es empatía; la justificación exige ser capaces de establecer principios morales intransables -más allá de la conveniencia y emociones.

Vivimos tiempos donde la ley se sigue o se rompe -pero, ¿quién la autoriza como ley moral desde la propia convicción?, ¿cuáles son los límites morales universalistas que concordamos colectivamente como inviolables?, ¿la dignidad humana?, ¿no matar?, ¿no torturar?, ¿no humillar? Todo eso, tan conocido, tan elemental, parece ya no valer. A raíz de la inseguridad nacional o el asesinato de los tres carabineros en Cañete, por ej., se vuelve a plantear una discusión en torno a la pena de muerte para castigar con mayor fuerza el delito.

Pero, ¿pena de muerte?, ¿no basta la cárcel o condena perpetua? Lo que algunas voces parecen querer es que los criminales y delincuentes no solo sean juzgados y estén presos, sino que ojalá también sufran -como si estar preso no fuera suficiente castigo-. A mí esto me suena a venganza y retroceso; y no se trata de dejar impune la delincuencia, pero hay algo escalofriante cada vez que se normalizan “detenciones ciudadanas”, por ej. y que luego vienen linchamientos o ajusticiamientos.

La demanda ciudadana por mayor presencia y protección del Estado son legítimas y urgentes. No obstante, no es posible luchar contra el delito cometiendo otros; eso daña irreparablemente las bases del Estado de Derecho, del pacto social que autoriza al Estado y sus agencias al monopolio de la fuerza. Menos delitos, más amistad cívica y seguridad no pasa pues solo por más y mejores policías, también pasa por ser mejores ciudadanos, o al menos, algo más kantianos.

Por Diana Aurenque, filósofa de la Universidad de Santiago