Columna de Diana Aurenque: Política como consuelo



Desde hace dos semanas, cuando falleció mi papá, he oído constantemente la palabra “condolencias”. Una palabra que para mí antes era mero rótulo empleado por cortesía. Hoy pienso distinto. Ella dice que a causa de un dolor tan grande se activa una comunidad amorosa. No es empatía, no es solo sentir con el otro, sino sentir un dolor ajeno como propio; el dolor del otro como un padecer íntimo capaz de trascender al individuo, sacar al deudo de su pérdida personal, y sentirla compartida por sus con-dolientes. Las diferencias que nos separan, sean ideas, enojos u orgullos, se esfuman ante el gran dolor que trae la muerte de un padre o madre y que, por únicos que sean sus protagonistas, nos vuelve a todos iguales; todos hijos/as sufriendo, fraternos en y por la pérdida de un progenitor amado. Hay que corregir a Heidegger: la muerte no nos singulariza, también nos colectiviza. Pues pese a que solo hubo un Amadeo Aurenque y una Diana Aurenque, en mi dolor se repite ese mismo dolor infinitamente compartido, por toda hija/o que pierde o ha perdido a un padre amado.

Ese sentir dolor entre muchos nos permite romper el ego y volvernos un “gran nosotros”; el dolor particular y personal, desgarrador como es, se trasmuta en fraternidad y hermandad, o sea, en amor. Entendí que el dolor transmutado en amor es seguramente el fundamento afectivo primordial de toda comunidad auténtica; eje de lo político. No son los idearios los que nos congregan políticamente, sino los dolores que nos fraternizan. Habría entonces que empezar a indagar más en los dolores que fecundan lo político para comprender mejor a sus comunidades.

Lo intento: El comunismo, más que el materialismo dialéctico, quizás tuvo como eje común el dolor de la vida del campesinado pobre, del minero o del obrero sin derechos; el feminismo, el dolor de las mujeres obligadas a parir, criar o a abortar en silencio; el neoliberalismo, desde el dolor de perder la libertad y la propiedad por parte del Estado; Republicanos, desde el dolor de no poder sentir orgullo por la patria y las tradiciones, etc. Habría pues que repensar también a Marx. Y no es que la religión sea el “opio del pueblo”; más bien me parece ahora que la política es la gran medicina para el dolor individual en clave universalista. Las religiones y las ideologías intentan dar consuelo al individuo mediante narrativas colectivas, y son por ello profundamente políticas.

No obstante, la política hoy, entre tanto cálculo técnico y estratégico, en vez de consolar solo administra el poder. ¿Será por ello que toca cada vez menos corazones? ¿Porque en vez de cultivarse desde los afectos que nos fraternizan, el amor y el dolor, se incendia con emociones reactivas como la ira, el resentimiento o el miedo? ¿Podrá haber una política laica y plural capaz de reconectar con el dolor primordial que nos transforma de individuos a integrantes de una comunidad de dolientes? ¿Podrá haber una política real que se nutra de fraternos cósmicos y no de la puga terrenal entre amigos y enemigos? ¿Una política del consuelo?

Por Diana Aurenque, filósofa, Universidad de Santiago de Chile

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