Columna de Diego Navarrete: Cárcel de alta seguridad, una discusión mezquina

Cárcel de alta seguridad, una discusión mezquina
Cárcel de alta seguridad, una discusión mezquina


La cárcel, como hoy día la comprendemos, es una institución relativamente reciente en la historia. Desde antiguo han existido lugares para retener a los enjuiciados antes del castigo, pero solo a partir del S. XVIII la cárcel empezó a ser utilizada como una pena en sí misma. Su origen tiene motivos humanitarios, pues vino a sustituir castigos físicos como las torturas, azotes y ejecuciones públicas, que terminaban banalizando la sanción al convertirla en espectáculo y generaban empatía hacia el delincuente, en lugar de conminar el mensaje de que la ley debía ser respetada. Su creación trajo consigo una consecuencia (in)deseada: el castigo público -que ofendía a los buenos ciudadanos- quedó oculto tras los muros. Y ojos que no ven, no pueden escandalizarse. Así, la cárcel se volvió el lugar en que las sociedades ocultan sus miserias.

Esta imagen ilumina lo que hay detrás de la discusión que se ha generado sobre la construcción de una nueva cárcel de alta seguridad anunciada por el gobierno, donde parecen confluir todas las mezquindades de la política.

Primero, la medida en sí misma no forma parte de una política pública robusta en materia de delincuencia y crimen organizado. Ciertamente no es negativo, pero pretender que este fenómeno se detiene aquí -o con la dictación de una ley- es desconocer la complejidad del problema, y hacer caso omiso de la realidad carcelaria chilena. Así, no se consideran cuestiones de gestión asociadas a inteligencia y coordinación policial, trabajo territorial y programas de prevención; ni tampoco la existencia de cárceles sobrepobladas, que son dirigidas por una institucionalidad débil y porosa a la corrupción; que reproducen situaciones graves de violencia; y que carecen de mecanismos de control (juzgados de ejecución) y programas efectivos de reinserción. La pregunta cae de cajón: ¿la construcción de una nueva cárcel, dadas estas condiciones, contribuye a solucionar el problema? Huele a populismo penal.

Segundo, y prueba de lo anterior, es que la discusión no versa sobre los méritos de este nuevo recinto carcelario, sino sobre su ubicación. Todos quieren que se haga, pero nadie la desea en su barrio. La alcaldesa de Santiago se opone a su construcción en su comuna -el lugar más lógico de emplazamiento por la cercanía de tribunales e infraestructura carcelaria existente- sin ofrecer razones técnicas ni un lugar más adecuado para ello. Mientras tanto, otro diputado de palabra fácil sugiere, con más odiosidad que argumentos serios, que se construya en el barrio alto. Todos van detrás de los aplausos, pero nadie quiere asumir los costos.

Finalmente, el gobierno ha declarado que pedirá que se exima al proyecto de una serie de trámites y permisos para priorizar tiempos de ejecución rápidos. Justo cuando la permisología es un tema sensible, esta petición constituye un reconocimiento -y hasta cierto punto una burla- de que existe una burocracia excesiva que ahoga cientos de iniciativas ciudadanas, grandes y pequeñas, pero ello no será impedimento que demore los antojos de la política.

Un resumen de lo que está mal. Es un anuncio que no consideran la complejidad técnica del problema, en que nadie quiere asumir los costos, y en la que abiertamente se exige un tratamiento más beneficioso para el gobierno de turno. El precio que se paga es la renuncia a políticas de estado, con fundamentos técnicos y acciones coordinadas, que fortalezcan la institucionalidad y enfrenten adecuadamente los problemas que reclama la ciudadanía. Históricamente la cárcel ha sido un lugar en que se esconden nuestras miserias como sociedad. Irónicamente, este proyecto carcelario las ha dejado todas a la vista.

Por Diego Navarrete, abogado