Columna de Diego Navarrete: Disney y el arbitraje

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Disney y el arbitraje


Jeffrey Piccolo demandó a Disney en los juzgados civiles de Florida. Reclama la responsabilidad por la muerte de su cónyuge, como consecuencia de una reacción alérgica mientras comían en un restaurante ubicado en Disney World. La defensa de Disney argumentó que la demanda debía rechazarse porque, en 2019, Piccolo había suscrito una prueba gratuita de Disney+ (el canal de streaming) cuyos términos incluían una cláusula arbitral para resolver cualquier disputa entre las partes que implicara a The Walt Disney Company o sus filiales. En español simple, no podía demandar en la justicia ordinaria. La defensa generó escándalo, y al poco andar Disney renunció al argumento, permitiendo que el conflicto siga su curso en tribunales.

Más allá de las consideraciones jurídicas del caso -cuál es el alcance de estas cláusulas arbitrales generales-, cabe preguntarse porqué la defensa de Disney podría generar tanto rechazo. La razón radica en que no hubo verdadera voluntad: se abusó de una cláusula arbitral oculta en las condiciones unilaterales del servicio de streaming, para eludir a tribunales ordinarios. Esto erosiona las expectativas que las personas tienen del sistema de justicia.

El arbitraje es un acuerdo en que las partes deciden someter un conflicto a la decisión de un privado y retirarlo de los juzgados comunes. Entre sus ventajas, permite designar a una persona técnicamente especializada en la materia del conflicto, ofrece tiempos de tramitación muchísimo más acotados, mayor flexibilidad para definir las reglas del proceso y confidencialidad para las partes. Esto se contrapone con la realidad de la justicia ordinaria, de competencia común y orden ritualista, con tiempos de resolución que pueden tomar varios años y que, según los últimos datos, concentra altos grados desconfianza de la ciudadanía, Disney incluido.

Los problemas y desconfianza en el sistema de justicia ordinaria llevan a promover el arbitraje como un mecanismo alternativo y más eficiente. Esto es cierto. Sin embargo, pese a todas sus bondades, no conviene sustituir los tribunales ordinarios por arbitrales, sino enfrentar derechamente las debilidades del sistema.

Lo que está en juego no es solo la resolución más o menos eficiente de un conflicto en particular, sino todo lo que simboliza la justicia. La jurisdicción es un bien público que está en el corazón del Estado de Derecho y que incardina la idea de que todos los ciudadanos, sin distinción, tienen acceso a un mecanismo para resolver pacíficamente los conflictos. En ese sentido, el arbitraje -como otros mecanismos alternativos- es un gran complemento a esta función, pero no reemplaza la necesidad de tribunales públicos, eficientes y transparentes: sus características propias pueden terminar erosionando los principios esenciales de la justicia. La naturaleza pagada del arbitraje alienta -correcta o incorrectamente- la idea de que la justicia es un privilegio. Su confidencialidad -que evita que se ventilen situaciones sensibles- genera también que los ciudadanos desconozcan los criterios con que se aplica el derecho. Y su aplicación generalizada ha generado ciertas deformaciones en el sistema recursivo, con la aplicación extensiva de la queja como si fuera un recurso ordinario.

El arbitraje es un sistema que contribuye el ejercicio de la jurisdicción y a una resolución más sostenible y eficiente de conflictos, qué duda cabe. Por ello se debe proteger el derecho de las personas que, voluntariamente, deciden llevar sus conflictos a esta sede. Pero la solución a la desconfianza en la justicia no pasa por poder sustituir un mecanismo por otros alternativos, sino tomarnos en serio las reformas pendientes para contar con procedimientos accesibles, técnicos y eficientes. Este es el bien público que representan los tribunales, algo que Disney pareció olvidar.

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