Columna de Diego Navarrete: El buen abogado

Corte Suprema


Mucho antes de convertirse en dictador, Julio César ejerció como abogado en la antigua Roma. Una de las primeras causas que asumió fue la acusación en un juicio en contra de Dolabela, poderoso senador, por actos de corrupción mientras ejercía como gobernador de Macedonia. Santiago Posteguillo recrea el juicio y, en su alegato de clausura en defensa de los macedonios, le atribuye a Julio César la expresión “Roma soy yo”.

La frase tiene un sentido contraintuitivo y resulta iluminadora respecto del rol del buen abogado. No constituye una atribución de poder absoluto – estilo “l’etat c’est moi”- ni es narcisismo propio de un futuro dictador. Por el contrario, es la conclusión de un discurso que reflexiona sobre la justicia y el ejercicio de la abogacía entendida como un oficio en el que no sólo se defiende el interés de sus clientes -los macedonios- sino que, ejercido rectamente, es una representación de los ideales de justicia de todo el pueblo romano, incluidos los conquistados.

La historia, novelada maravillosamente por Posteguillo, pone de manifiesto la comprensión clásica del rol público del abogado, más allá de un mero gestor de intereses individuales. No por nada Quintiliano definía al abogado como un ciudadano virtuoso, un “hombre bueno capaz de hablar”. Y es que usualmente se describe al buen abogado a partir de la mera capacidad retórica o de sus destrezas litigiosas, una concepción pobre (y privatista) de esta labor, que olvida tres elementos centrales del buen abogado: la técnica, la ética y la comunidad.

La interpretación de la ley es una técnica, no un asunto de expresar las meras convicciones personales sobre la justicia material de un caso. Requiere un raciocinio claro y honesto, y el respeto por ciertas reglas y principios que otorgan al abogado la capacidad de argumentar respetando el sentido de las normas, sin torcer su sentido legítimo conforme a las propias convicciones. Entendida en este sentido, la técnica constituye un acto de lealtad con la ley (que es voluntad colectiva) y, consecuentemente, una manifestación del rol público de los abogados.

El buen abogado requiere también un comportamiento ético. Su rol consiste en representar intereses ajenos, y ello conlleva el peligro de justificar cualquier medio para defender una posición. Esto impone ciertos deberes éticos mínimos a los abogados -como no, regulados en un código-, que van desde el secreto profesional al debido decoro en sus actuaciones. Los clásicos, sin embargo, eran más exigentes: exigían un ciudadano virtuoso, que incorporara virtudes de carácter que le ayudaran a actuar moralmente en el ejercicio de su rol. Entender la ética desde la ciudadanía y la virtud es más exigente, resalta el rol público de la profesión, y evita que se recurra a resquicios para eludir, formalmente, los deberes específicamente codificados.

Finalmente, los abogados formamos parte de una comunidad gremial, que en Chile se organiza a través de un Colegio profesional. Esta comunidad da sentido, orienta y disciplina la profesión, y de un modo u otro, es responsable de fomentar el ejercicio serio, técnico y ético de los abogados. En el mismo sentido, por la significancia pública de la profesión, el modo en que un individuo (o muchos) ejerce la abogacía se refleja directamente en el resto de la comunidad jurídica. La debilidad de unos obliga a pensar en cómo fortalecer al gremio.

Varios hechos conocidos en el último tiempo empañan el rol de los abogados, como dejó en evidencia una reciente nota de prensa en que se le describe “como un mundo donde se hace trampa”. La generalización es exagerada e injusta con todos (la mayoría) quienes ejercen éticamente su profesión, pero da para pensar, como proponía Julio César y a la luz de estos criterios, si el modo en que se ejerce la profesión representa lealmente los ideales de justicia de todo nuestro país.

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