Columna de Diego Schalper: Un terremoto de realidad
Son pocas las horas transcurridas como para poder dar respuestas concluyentes, especialmente cuando la holgura permite hablar de que nos cambiaron las preguntas. No obstante, la tarea de la política en democracia consiste precisamente en intentar interpretar y leer lo que la ciudadanía quiere decir cuando habla electoralmente, de manera de ofrecer soluciones que más que responder a prejuicios o ideas preconcebidas, realmente se conecten con los mensajes que se envían desde las urnas. Así, no hay que sucumbir a la tentación de intentar cerrar rápido los capítulos y dar apariencia de solución, cuando lo que espera aquel que ha enviado la señal es que el receptor realmente dedique un tiempo respetuoso y dedicado, acorde a la profundidad de lo que se ha querido decir.
Aclaro de inmediato: los compromisos se cumplen, independiente de lo favorable o desfavorable que sea el contexto. Así, que no quepa duda alguna que dispondremos de toda nuestra energía para construir una buena y nueva Constitución para Chile, lo cual lejos de ser una pretensión táctica, es una convicción política e intelectual profunda. Políticamente, Chile necesita un marco de conversación que goce de legitimidad y que nos permita conversar a partir de la Constitución, y no de la Constitución. E intelectualmente, me parece que las ideas que subyacen al texto de 2005 requieren cambios importantes, especialmente en el ámbito social. Habiendo tenido la posibilidad de estudiar el Estado Social de Derecho y los derechos sociales en Alemania, pienso que es indispensable que esos ideales de justicia, de solidaridad, de libertad-responsabilidad, de mínimos indispensables para la vida digna y de corresponsabilidad solidaria entre el Estado y la sociedad, queden plasmados en el texto.
Volvamos a la elección de ayer. ¿Qué fue lo que se rechazó de manera tan elocuente e inesperada? ¿Fue el texto de la convención solamente? ¿Fue el proyecto político que subyace a él? ¿Cómo se entiende el rechazo marcado en comunas donde habitan predominantemente los pueblos originarios, si se trataba de un texto que los beneficiaba tanto? ¿Habría quizás un paternalismo intelectual, que no fue capaz de echar raíces en los verdaderos problemas que afectan a los chilenos? ¿Se rechazó el octubrismo como forma de canalización del malestar, con sus maximalismos, su desinstitucionalización, su tono soberbio, su afán refundacional y su desprecio por el Chile profundo con sus tradiciones, sueños y realidades? ¿Se rechazó en parte al Gobierno y su proyecto político, por haber hecho propio ese ideario, ya sea activa o pasivamente, poniéndose a la cabeza de la campaña del apruebo? O me estiro un poco más: ¿Habrá en este rechazo tan marcado algo de crítica a la élite política, comunicacional y cultural completa? ¿No será este un baño de realidad, como diciendo que Chile no es los barrios cosmopolitas –no pongo alguna comuna para no hacer caricaturas– y que los temas no son los del mainstream de Twitter? ¿Qué tareas y responsabilidades nos deja ponernos a pensar en serio esto? ¿Será que quizás, además de lo constitucional (y lo recalco: además de lo constitucional), ¿es urgente dedicar prioridad a los dolores sociales que aquejan al Chile descuidado? ¿Es posible trabajar adecuadamente en una buena y nueva Constitución, sin acompañar ese trabajo de otros acuerdos prioritarios en –por ejemplo– delincuencia, inflación, salud y previsión social? ¿No se queda coja la mesa, si no tiene más patas que sostengan socialmente la reflexión constitucional?
En las horas que siguen habrá que aquilatar lo que ayer ha ocurrido, sin pausa, pero sin prisa. No sucumbamos a la tentación de vivir en el mundo de las señales inocuas y reuniones intrascendentes. Tomémonos el tiempo para dar a Chile una respuesta con la profundidad y extensión que nos reclaman los trece millones de chilenos que votaron ayer.